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Siempre pido una segunda opinión médica, para quedarme con la más favorable.
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Fui a visitar, por tanto, a un médico que no veía desde hacía mucho tiempo. Al entrar, me chocó hasta el respingo encontrármelo tan mayor. Eché cuentas. Puede hacer más de 20 años que no lo veía. Y para explicar mejor el contraste, lo que pasó entonces. Recién casados fui a verlo y me acompañó mi mujer. Era un tipo realmente atractivo, hasta yo lo veía, y la bata le favorecía y el prestigio de los médicos en la familia de mi mujer, que su abuelo lo fue famoso y profesor de universidad y todo eso. Yo iba presa de un ataque de hipocondría, como ahora. Y el médico atractivo y mi mujer, guapísima, naturalmente, no podían evitar cierto tonteo involuntario allí delante de mis narices y de mis oídos. Tan sordo no estaba porque lo oía todo, hasta las leves modulaciones de voz y el ji, ji, ji apagado a cuenta de mis miedos absurdos, ji, ji. Por supuesto la cosa no fue a más y yo creo que ni me enfadé o muy poco. Era natural, dentro de lo que cabe.
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Lo vi una vez al poco tiempo, sin bata y había perdido algo y eso me consoló, pero nunca más, hasta ayer, y qué impresión. Yo también tengo que estar así de mayor, que veinte años para nada son nada. Esta vez no me consolé ni me sentí vengado por el tiempo. Ni tampoco demasiado entristecido, porque para echar una elegía no estamos. Simplemente me asomé el vértigo de la edad, como en un espejo ajeno. Esta vez –también el paso del tiempo– ya no me acompañaba mi mujer. Ni se rió de mi hipocondría. Me dio la mejor segunda opinión, que es con la que me voy a quedar.