–
No será mi especialidad, fideuá de cangrejo con fumé de mojarra de la bahía y vino fino, pero ahí le va: hoy cocinaré paella de pato al oloroso dulce. Mi hijo Enrique quiere hacer el aliolí. Secretamente me emociona porque eso siempre fue la especialidad culinaria de mi abuelo Nicolás. Hay una línea genética en ese batir enérgico mientras se enreda y se va picando por la cocina.
–
Extrañamente se le ha cortado tres veces. Yo le he preguntado si tiene por un casual que confesarse, porque los nobles hugonotes sólo querían cocineros católicos –es de suponer que en gracia de Dios– porque a todos los demás se les cortaba la mayonesa. Le impresiona la anécdota –otra línea genético– como me impresionó a mí cuando se la leí a José Jiménez Lozano. Dice que por ahí no viene el problema, seguro. Genial. Y ha seguido intentándolo, cada vez más empicinado.
–
Su madre ha entrado en cierto nerviosismo al ver el consumo de huevos que se estaba llevando tantísima tozudez. Pero a mí —si me perdonan la ordinariez, que he entado en bucle, porque mañana hablo de las tretas de Amaral— me interesan mucho más los otros huevos. Esto es, el empeño, el pundonor, la rabia y la energía. Al final le ha salido, buenísimo aliolí, con mucho ajo, como pedía la ocasión. Y él ha suspirado aliviado: «No hubiese hecho mal mi examen de conciencia».