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Tenía que llevar a Enrique a un cumpleaños a las 13:30, pero a las 12:50 recordé que tenía que estar en el Castillo de San Marcos para la clausura de la Semana de Estudios Alfonsíes. Pregunté al niño qué prefería, si irse andando o si esperar en un bar leyendo un libro y tomándose una fanta. Prefirió irse andando y yo cogí la vespa a toda velocidad.
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La clausura fue muy bien y las copas de después. Me estuvieron contando unos y otros unas cosas interesantísimas o del rey Alfonso o de la política actual. Pensé en algún momento que tenía que mirar el reloj, pero, de pronto, me estaba contando Jaume Aurell el rito de la coronación de los reyes castellanos o Luis Caballero me explicaba los secretos del palo cortado o yo sopesaba con Alejandro Rodríguez de la Peña qué sería más exacto decir de Dante: que fue un güelfo blanco o que fue un gibelino. Así a cualquiera se le va el santo al cielo, ¿no?
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De pronto, recordé que no había avisado en casa que me iba, y que me estarían esperando (eran casi las cuatro) para comer. Vi que tenía algunas llamadas perdidas y varios mensajes de whatsapp. En uno, mi hija Carmen me preguntaba si me había pasado algo. Comprendí que tocaba despedirse.
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Me entretuve un poco haciéndole una foto a este escudo, donde vi claramente reflejado el ideal del güelfismo: la cruz y el poder político («es poder una torre sobre rocas») nítidamente separados, aunque la cruz por encima.
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Quizá no tendría que haber perdido esos segundos de la fotografía y la reflexión. Cuando llegué a casa tuve una inmensa alegría. ¡Aún me quieren! Carmen me dio un abrazo y Leonor una dulcísima bronca. Recordé un chiste de Olafo el Vikingo. Está jugando con su hijo Hamlet a ver las formas de las nubes y ve una con forma de corazón y dice: «Me recuerda a tu madre»; y Hamlet dice: «Oh, papá, aún la quieres». Se habían tomado en serio el posible accidente y habían hasta echado una lagrimita por mí, madre e hija. Mi padre hasta había ido al hospital a preguntar si había ingresado con un accidente de moto (por el despiste) o con un ataque al corazón (por el estrés). Corrí a ponerle un mensaje:
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Ya con la calma de mi supervivencia Leonor me confesó que le había preocupado mucho quedarse sola en el mundo con los niños pequeños: no podría jubilarse hasta los setenta. La acompañé en el sentimiento. Cuando se enteraron de que Quique se había ido andando (supuestamente) a su fiesta, les pareció peor casi que mi hipotético accidente.
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