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Rarísima melancolía, que mi editora ha diagnosticado como síndrome de Estocolmo, de tener que abandonar ya en unos días las correcciones de Ejecutoria para dejarlo en manos de maquetadores. Yo siempre me he apuntado a lo de Luis Rosales, que dijo: «Corrijo hasta en ferros», pero me esta vez quiero ser prudente.
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Me pasa con el libro como dar clases que, según les explico a los alumnos, me gusta muchísimo menos que estudiar o asistir de alumno a clase. Por puro egoísimo. Estudiando o atendiendo, aprendo. Enseñando aprenden los otros y yo, si acaso, sólo aprendo que no me sabía lo que me sabía tan bien como pensaba. Alguno me dice que esto no debería confesarlo a los alumnos, pero yo creo que les hace bien saber que los privilegiados son ellos y que yo estoy a su servicio incluso un poco a regañadientes y arrastrando los pies, como un criado viejo. En realidad, quien sufre soy yo, el que se gana el pan con el sudor de su frente. Tienen que entenderlo.
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Con el libro, mientras uno seguía escribiéndolo, todavía cabía la sorpresa de añadir un nuevo matiz, de leer otra idea que enriquezca un argumento. También es verdad que estoy saliendo de una gripe de baja intensidad, pero de muy mala idea, y que quizá esto me haga ver melancolías por doquier.