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Viajar es una pesadilla, pero volver un sueño. He vuelto a mi universidad y a mi colegio mayor, alma mater y corporis pater, si me permiten el hilemorfismo. En una fiesta de nostalgia, además de tomar cuajada con miel y un pacharán en una copa de balón de baloncesto, me fui a trabajar a la biblioteca del Colegio Mayor, donde tantas horas estuve.
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Obsérvese que no digo «estudié». Aunque han hecho reformas, mi corazón reconocía el terreno. Estuve feliz. A la salida habían puesto ese cartel: «Descansa como has estudiado». Y tenía un eco dantesco, como «Dejad toda esperanza, los que entráis», pero a la salida. Si yo hubiese visto ese conjuro en mis días, cuando estudiaba tan mal y tan distraído, me habría aplicado más, aunque sólo fuese por elevar la calidad de mi descanso.
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Una alegría añadida es que en la pequeña biblioteca del oratorio había un libro con dos textos míos. La casa de los santos. Mucho mejor que viajar, pero también mejor que volver, es no irse. Allí me quedo en mi mejor cara: la literaria.
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Otra anécdota más. Como buenos españoles, nos hemos parado delante de una puerta a discutir problemas de prevalencia. Daba la casualidad de que todos eran sacerdotes menos yo. He impuesto la sensatez teológica y han pasado todos delante, menos uno. Éste me ha dicho que su campo de estudio es el ecumenismo y que está especializado en protestantes. He entendido. Y he pasado yo primero. Todo sea por la unión de las iglesias.
