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Dicen que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, pero a mí muchos silencios me han costado caros. Me da corte decir cosas que puedan ser impertinentes y callo. Ya conté que durante un puñado de años pasé por diabético por no deshacer una confusión. También me pasa que no digo cuando algo me ha sentado mal, pero se me tuerce el gesto y la gente piensa qué raro es este hombre. Cuando esperas a la última gota que desborda el vaso para protestar, te dicen, encima, que hay que ver cómo te pones por una gota de nada.
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Otra vez mi silencio me va a dar un disgusto. Se estropeó una cosa que teníamos en común uno y yo, pero se estropeó por su culpa. En el momento, me dijo que el corría con los gastos de la avería. Bien. Al arreglar la avería, se vio que había otras cosas que estaban mal y que ya arreglaríamos a medias. Bien. Cuando me trajo la cuenta, estaba también incluida la mitad de la avería inicial. No dije nada. Mal. Y encima cuando le pagué religiosamente mi parte, sobraban cinco euros que se comprometió a traerme. Se le olvidó. Y ahora –la dichosa gotita– se lo he recordado y le ha sentado fatal, por cinco euros. Y tiene razón, pero no son cinco euros. Es o fue mi silencio.
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Y así, siempre.
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