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Ayer, en un corro de la fiesta, hablaron de otra fiesta sorpresa. De pronto vieron que yo estaba en el corro, y se dieron algún tremendo codazo disimulado, y se callaron. No porque la fiesta sorpresa fuera para mí, sino porque yo no estaba invitado. Lo más inteligente era hacerme el tonto, aunque la vanidad me instaba a comentar a mis buenos amigos que uno de los pequeños placeres de la vida, al modo del primer sorbo de cerveza de Delerm, es para mí librarme de alguna fiesta. Quizá si fuera de todas sí me daría pena, pero, con las que tengo, tengo de sobra. Por supuesto, explicar esto era muy violento y lo mejor era disimular. Lo hice.
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Y en eso sigo porque si se lo cuento a Leonor se agobiará pensando qué fiesta nos perdemos. Para ella rige el maravilloso aforismo de Oscar Wilde: «Sólo hay una cosa peor que ser invitado a una fiesta, no ser invitado». Yo a Wilde me lo he traducido a mi gusto de vaso medio lleno: «Sólo hay una cosa igual de buena que ser invitado a una fiesta, que no te inviten».
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No sé qué fiesta me perderé pero la estoy celebrando por sorpresa y en soledad. Por todo lo alto.