Escribe Joseph Roth en Fuga sin fin (el título es elocuente): «La monarquía austrohúngara se había desintegrado. Ya no tenía patria». El autor nació en Galitzia cuando aún formaba parte del Imperio. Una vez demolido, tras la I Guerra Mundial, la región quedó dividida entre Ucrania y Polonia. Miles de ciudadanos, de orígenes y etnias distintas, se despertaron sin país o en otro país, que es casi lo mismo.
La historia de Europa central y oriental, hasta bien recientemente, ha sido la de una papilla de pueblos en busca de nación y de naciones intentando procurarse un Estado. O, más a pie de calle, la historia de personas sin pasaporte definido, con identidades inestables. Genot Dudda, por ejemplo, nació en 1940 en Elbing, Prusia Oriental; poco después, Prusia no existía, todo aquello era Polonia y el alemán ya no se hablaba en las escuelas. Genot Dudda «ya no tenía patria».
Su hijo, Ricardo Dudda (Madrid, 1992), ha escrito ochenta años después Mi padre alemán (finalista del II Premio de No Ficción Libros del Asteroide) en memoria de aquella Europa convulsa de la que no estamos totalmente vacunados. El libro, crónica menuda también de las relaciones padre-hijo, nos habla de un niño refugiado, Genot, camino al oeste, que acabará encontrando acomodo en España, rezándole a la Macarena con aire luterano. Y de un abuelo en la sombra, policía nazi, que participó en el Holocausto en Bielorrusia y los países bálticos.
Tener una historia familiar potente es el sueño húmedo, y diría que malsano, de quienes nos dedicamos a escribir. En su caso, podría decirse que ha tenido «suerte».
Es cierto que existe esa romantización. Czesław Miłosz decía que «cuando en una familia nace un escritor, esa familia está acabada». En mi caso he tenido esa «suerte» de tener una historia en la familia, que yo conocía y había oído mucho desde niño, aunque mi padre, que era publicista, la contaba a su manera: la historia de superación, de niño refugiado a empresario de éxito.
¿Cuándo entendió que tenía que contarlo a su manera?
Hasta que uno no se da cuenta de que lo quiere hacer en la vida es escribir, yo esto la descartaba como batallitas de mi padre. Pero, desde que empecé a escribir, siempre tuve en mente esta historia. Contarlo era un pensamiento recurrente e intrusivo, una especie de determinismo. Que te sientas obligado afecta al proyecto, le pones muchas expectativas.
Además, escribe sobre un padre vivo.
Era lo que más me preocupaba, que me iba a leer. Es más común este tipo de libros cuando ha fallecido el padre. He tenido que navegar la autocensura, pero entendí que no pasaba nada si contaba ciertas cosas porque había cariño y no ajuste de cuentas.
Usted dibuja, con ese cariño innegociable, por supuesto, a un padre vanidoso, encantado de ser el centro de atención, como buen publicista. Se me ocurre que, a pesar de la terrible historia de su padre, abuelo de usted, puede estar disfrutando el libro casi más que usted mismo.
A un vanidoso le dicen que es protagonista de un libro y por mucho que haya cosas que no le gusten, le hace gracia. Él respeta esas cosas que no le gustaban del proyecto, pero ha sido más importante el hecho de ser protagonista.
Desde luego, es un tipo peculiar.
Fue un alemán protestante en Burgos en la España católica de los 60, luego en Andalucía en los 70, donde era luterano pero le gustaba la Virgen del Rocío. Le gustaba esa sensación de la exageración de la identidad del país al que se llega.
La identidad vertebra el libro. Su padre la pierde bien joven y usted la busca en su padre y su abuelo, atravesando una Europa convulsa.
El ejemplo de mi padre es la historia de Europa central y del este, una Europa muy mestiza que se intentó hacer muy homogénea, una pulsión que siempre ha existido en Europa. Cuando nació mi padre, a pesar de ser alemana esa zona, era muy diversa, con la mayor población de judíos en Europa, una enorme población de eslavos, alemanes bálticos, católicos, protestantes. Ahora es Polonia y es cien por cien católica y polaca. La historia de Europa sería un poco eso, la de zonas que se han homogeneizado a la fuerza.
Lo más sensible del libro estalla hacia la mitad: descubre que su abuelo, del que sí sabían en su familia que había sido policía nazi y luego comandante de un panzer, participó de alguna manera en el Holocausto en Bielorrusia y Lituania. La culpa, que es una obsesión para Alemania desde entonces, está muy presente en este libro. ¿Ha llegado hasta su propia generación?
Ni mi padre ni yo supimos qué pensaba mi abuelo, el padre de mi padre, sobre lo que hizo en la Segunda Guerra Mundial. Mi padre lo único que podía intuir era algo que podrían haber hecho millones de alemanes al estar en el bando nazi. Más que culpa, mi padre ha vivido con desconocimiento. Él dejó Alemania mucho antes de que empezara la conversación pública sobe la que pasó en la guerra. El problema es que, ante la incapacidad de saber si mi abuelo se sentía culpable o no, casi que hemos heredado esa culpa. A pesar de no ser responsables, sí nos sentimos culpables. Es como un deseo de tener que explicarte de más.
Lo cierto es que, más allá de su padre, Genot Dudda fue un niño refugiado: tuvo que huir bajo los bombardeos aliados hacia el oeste, ante el avance ruso, que violaba y mataba, y tuvo que vivir en campos de refugiados y pasarlas canutas. ¿Olvidamos, o más bien justificamos, el sufrimiento de la población civil alemana?
Hay una frase de Stieg Dagerman en el libro que dice que «el sufrimiento merecido es igual de duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los pies». Dagerman estuvo abordando cosas en el año 46 que en Alemania y todo Occidente no se plantearon hasta décadas después: el coste de las víctimas civiles. La gente siempre siente la necesidad de añadir el matiz de que estas atrocidades ocurrieron porque Hitler empezó la guerra. Eso lo sabemos todos, somos adultos, Europa está cimentada sobre crímenes del nazismo, pero cuando uno critica el bombardeo aliado de Dresde no hace falta decir que el culpable es Hitler.
Las cosas son tan complejas en este mundo que, de hecho, se puede ser víctima y verdugo a la vez, como sería el caso de su abuelo Richard.
Así es. Fue responsable o cómplice o lo que sea durante el nazismo y luego fue víctima y estuvo en campos de refugiados. Mi abuelo vive una tragedia tras la Segunda Guerra Mundial. Luego ya está la cuestión de la Justicia.
En las guerras del presente, pienso en Gaza, seguimos pesando víctimas civiles a conveniencia…
La principal diferencia suele ser de grado, un bando que es más poderoso y otro más débil, y parece que el más débil es más inocente cuando a lo mejor sus intenciones son igual de horribles. Nuestro cerebro nos pide simplificar los conflictos porque si no nos cuesta entender. En la Segunda Guerra Mundial hubo muchas zonas grises -colaboracionistas, crímenes de los aliados…- que no encajan en el relato oficial y nos cuesta aceptarlos. Pienso en Eisenhower metiendo a los alemanes en campos de concentración o el antisemitismo tras la guerra en Polonia; a pesar de que era conocida la existencia de los campos de exterminio y eran los propios soviéticos quienes habían liberado los campos, Stalin ejecutó grandes campañas antisemitas.
Este libro es una carta indirecta al padre. ¿Tuvo miedo de que las revelaciones sobre su abuelo pesaran sobre él?
Sí tuve esas dudas hasta que lo leyó publicado; él quería respetar el proceso de escritura y leerlo después, no quería influir aunque la tentación de ponerse a ver lo que están escribiendo sobre uno mismo es enorme. Cuando lo leyó ya pude calmarme. Los demás me dan igual. Yo sólo pensaba en él al escribirlo. Uno cuando escribe no sabe para quién escribe, pero en mi caso sí lo sabía: a mi padre.
En cuanto a la relación paternofilial, me ha resultado un libro profundamente tierno sin empalago y sin indulgencia.
Prefiero pecar de aburrido a empalagoso, quizás por mi deformación de escribir ensayo político.
Su padre vive en Murcia, en El Hoyo, y usted en Madrid. Imagino que sentarse con él y grabarlo ha estrechado vínculos de una manera distinta a la de la infancia.
Me interesa esa sensación de ser padre del padre, que es un traje que digo que se me hace grande. Uno vuelve a casa y quiere volver a la certidumbre del hogar, pero ahora tienes que ir tú al súper o arreglar lo que se estropea. No había hablado tanto con mi padre. Es de una generación de hombres que no han mostrado sus sentimientos. En otro contexto, sin libro de por medio, no sé cómo le habría preguntado. Ha sido la excusa para acceder a mi padre porque yo no quería su discurso oficial; quería romper con la jerarquía clásica de padre e hijo, ese padre omnipotente y providencial.
Cita el Maus de Art Spiegelman, en el que también es el hijo quien trata de sonsacar a un padre ya mayor, en este caso para conocer su experiencia en Auschwitz.
Me preocupaba citarlo, me parece una referencia obvia. Hasta muy adelante en el proyecto no me di cuenta de lo que se parecían ambos padres. Es un libro que me marcó muchísimo y de pronto vi que casi lo estaba siguiendo.
Si el día de mañana tiene un hijo, ¿le gustaría que leyera o conociera esta historia, incluida la de su abuelo?
No me lo había planteado nunca, me veo como muy lejos de esa situación a pesar de no estarlo tanto por edad. Creo que me gustaría hablarlo y tratarlo, que sea consciente de que el pasado familiar no son sólo historias amables, sobre todo cuando es algo tan importante. Me parece relevante y es algo que le debo. Mi padre no me lo contó porque el suyo no se lo contó. Es mejor no descubrir el pasado como yo, entre tantos silencios y tabúes.
¿Ha aprendido algo más de alemán con este libro?
He aprendido un alemán bastante raro, el alemán administrativo de los documentos que iba viendo: albarán, pasaporte de trabajo, etc.
Un gran golpe de suerte fue contar con el archivo de un tío alemán. ¿Cree que él sí pudo sospechar algo más sobre su padre?
Me dio pena no poder hablar de ello con él, que es como el archivero de la familia. Al tener todos esos documentos es posible que intuyera algo. Me hubiera gustado saber si tuvo el valor de preguntarle.
Fotografía: Carmen Moraga