–
Tengo una amiga muy guapa y, además, muy atractiva. Pero daba la impresión de que ella no era demasiado consciente, tan entretenida como está siempre con sus mil y una cosas. Me hacía gracia incluso esa despreocupación, que sumaba –no hay dos sin tres– a su atractivo.
–
Hablando con ella, sin embargo, de un muy apreciado conocido común, me dice que abriga dudas sobre su sexualidad (sin ninguna acritud, por otra parte). Yo me extraño (sin escándalo tampoco, por leve curiosidad). Y me cuenta que ella percibe, cuando habla con chicos, hombres y señores, porque no ignora su atractivo, cierto brillo en la mirada, del que nuestro conocido, por lo visto, carece absolutamente.
–
Yo, hasta ahora, había disimulado la cosa, porque, menos con mi mujer, suelo disimular, y más con mi amiga, que parecía tan indiferente a sus estragos. Pero el resto de nuestra amable conversación me concentro en mostrar algún brillo en los ojitos. Leve. No demasiado tampoco, no vaya a dar a mi edad en sátiro; pero un poquito, sí, no vaya a ser que luego…