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Es un pequeño inconveniente leer rodeado de tus niños y tu mujer charlando, pero tiene la gran ventaja de que les puedes leer los momentos mejores, que es como subrayarlos, pero más. Levanté la vista y les espeté este escolio de Nicolás Gómez Dávila: «La sabiduría se reduce a no enseñarle a Dios cómo se deben hacer las cosas».
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Hondas cabezadas de asentimiento. Silencio. Pensamientos.
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Carmen concluye: «El abuelo es sabio». «Ah, sí, claro, —confirmo yo—, pero ¿por qué lo dices ahora?». Y me cuenta que en aquella huelga durísima de la Vid del 91, mi padre se enteró de que el piquete informativo [sic] había afirmado a voz en grito que «en esta bodega no entra ni Dios». Entonces él, me cuentan quitándose la palabra mis dos hijos, decidió que iba a entrar de inmediato cayese quien cayese. Y entró. Y salió (que, por lo visto, fue más difícil pues ya había perdido el factor sorpresa). En realidad, aquello no tiene mucho que ver con la letra del escolio de Gómez Dávila, pero sí con el espíritu. Yo conocía la historia, pero dejo que me la cuenten de nuevo, porque eso es como subrayarla, pero más.
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Por aquellos días Jerez y el Puerto y nuestra casa estaban llenas de pintadas. Mi padre las consideró una condecoración, y la de Máiquez terrorista estuvo enmarcada en su despacho hasta que se jubiló.
