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Hoy hemos visto el primer petirrojo de este invierno. Estaba tan cansado que apenas se movía y lo hemos podido contemplar a gusto desde el ventanal, dándole la bienvenida con los ojos ávidos. La chimenea estaba encendida. Hubiese sido un paralelismo precioso el primer día del hogar al rojo y el del pájaro, pero, por mi dichosa novelería, encendí la chimenea hace unos días, sin necesidad. Qué lástima.
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Escribo una reseña sobre El diario de la felicidad de Steinhardt para Ideas de El Debate. No sé cuántos lectores tendrá el periódico, pero tiene muchísimos; y, sin embargo, yo pienso sólo en que lo mío lo tiene que leer Jorge Soley, que es quien me lo ha encargado. El número no vale lo que un amigo. La masa es menos que más.
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Empiezo a leer La posmodernidad en jaque de Borges Junyent y Ormazabal Echeverría. Allí, Vattimo explica que su pensamiento débil y la querencia nihilista estaban prefiguradas en «el relato del cristianismo cuando nos cuenta que un Dios se hizo débil –borrando así sus rasgos de todopoderoso, fuerte, objeto de alabanza y temor–, entonces podemos pensar que nosotros también estamos llamados a continuar el proceso de debilitamiento de las estructuras esencialistas, desfondando todo lo que tenga que ver con lo absoluto, lo fundamental, lo objetivo, lo unitario». Llego al final del párrafo, recuerdo que hoy es la festividad de Cristo Rey, y me harto de reír.
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Hablando de la risa, en mi casa han cogido la costumbre de reírse continuamente de mí. Soy el blanco de todas las bromas, a tres bandas. Y no estoy seguro de que Aspa no se ría también. Sólo cuento con el respeto insobornable del canario, que para algo es también lírico. Digo con mi voz más dramática: «Menos mal que cuando voy a Madrid me toman en serio». «¿No nos contaste —pregunta Quique– que se rieron mucho en tu conferencia?».
