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Mi verano ha empezado con muy buen pie, que ya era hora. Después del batacazo con que despedí el curso, otro tropezón habría sido fatal. Para mis huesos aún no del todo recuperados, pero más para mi ánimo. Dos caídas en dos semanas me hubiesen despertado mis fantasmas y mis hipocondrías. Además, el momento no podía ser más inoportuno, teniendo que hablar en público una hora o dos después.
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Pero no me caí.
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Cuando daba el traspie, me sostuve de la mano de la recién conocida Ana Martínez. Ella había venido a hablarnos de El Quijote, pero desfizo el tuerto y auxilió al menesteroso. Aguantó mis casi cien kilos con una firmeza muy femenina, delicada, exacta. Noté el tirón de su mano que me repuso en el equilibrio, y era una mano fresca y dulce, sin hacer ni un poco de esfuerzo más del necesario, pero tampoco —menos mal— menos.
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Repuesto en mi vertical, me temblaban las piernas, no tanto por el costalazo evitado en el último momento, como por la posibilidad de haber arrastrado a Ana conmigo. Yo me había agarrado a ella por ciego instinto, pero después, sopesándolo, temblaba. Ana estaba embarazada y una caída podría haber sido muy grave. Estoy escribiendo esto sentado y todavía me mareo. No me habría perdonado haberle hecho daño a ella o al niño.
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Todo terminó bien. Yo no reincidí en el revolcón y mis benefactores Ana y Felipe —el heroico nasciturus— se reían de mi agradecimiento. Quizá porque, en su generosidad, no veían la que yo podía haber liado. He adquirido un padrinazgo moral hacia Felipe.