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El viaje ha sido visto y no visto. Tenía clase por la mañana, así que salí con el tiempo justo para llegar y tenía clase al día siguiente, así que salí justo después de desayunar. No importa. Lo he disfrutado mucho.
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Fui a hablar de hidalguía (de espíritu). Qué privilegio que me traigan y me lleven; y con qué delicadeza de anfitriones atentos, piononos incluidos. Y pensaba, además, que Granada en sí, Granada entera, es una herencia mía, que estando en ella recibía a manos llenas. Mis padres se conocieron y se enamoraron allí, y era una ciudad mítica —como de las mil y una noches— para ellos. Era mentarla, aunque fuese de pasada, y les veíamos saborear un trozo del Paraíso. Ese carácter mítico, mis hermanos Nicolás y Jaime, que estudiaron allí, quizá lo perdieron o lo solaparon con su propia épica y su lírica. Pero yo no, de manera que soy el mayorazgo de una Granada única e intocable como un arquetipo platónico. Se lo puse como ejemplo de herencia hidalga a mis atentísimos oyentes, aunque no sé si con éxito, ya que ellos viven Granada a pie de calle y a todas horas.
[Aprovecho para poner una foto de mis padres de entonces porque cualquier excusa es buena para ponerla:
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Qué suerte tienen mis oyentes de Granada de ser de Granada [no de haberme oído]. Yo también la tuve [también de que me oyesen], pero, sobre todo, porque yendo al lugar del evento, me perdí. Se sorprendía a la belleza saltando, como un gato embozado, de callejón en callejón.
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El patio donde hablaba tampoco era manco. Había unas columnas del siglo XIII, con su pedigrí y todo, que tenían un certificado oficial que atestiguaba su antigüedad. Era una buena metáfora —que no usé— de cómo nos sostiene lo mejor del medievo.
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Metido en harina, me batí el cobre, feriante de la hidalguía. Cuando José Luis García Martín denunció que había dos almas en mi libro, la de la nobilitas literaria, que le parecía muy bien, y la del «alegato contrarrevolucionario con ramalazos ácratas», que no se lo parecía, además de su opinión, estaba marcando una constante. La primera parte, esto es, la necesidad social de nobleza de espíritu, los grandes libros, y los principios eternos son asentidos casi con unanimidad. El problema es cuando, a renglón seguido, propongo poner manos a la obra con la práctica del señorío. Abundan las pegas. Yo creo que más que dos almas, lo de mi libro es puro hilemorfismo, y me resisto con uñas y dientes a que la nobleza de espíritu sea fantasmal, como el padre de Hamlet. Hay que encarnarla y, si se resisten, no queda sino batirnos. La batida en Granada fue esplendorosa. No tendré que llorar como mujer lo que no supe defender como hombre. Me sería más práctico ceñirme a la teoría, desde luego, pero me interesa —en palabras de Camus— el breve tratado de la aristocracia cotidiana. Por el gusto de la aventura de cada día también.
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Por cierto, que tuve ante mis ojos la mejor aplicación de aquello del marqués de Valdegamas de tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Quien me decía que, sin dinero ni estabilidad económica ni pequeña propiedad —inalcanzables para la juventud—, era imposible —me recriminaba, aunque con un mohín reivindicativo hermosísimo— el ideal que yo proponía, que resultaba clasista; quien me decía eso, digo, cargada de razón generacional, resultó una defensora a ultranza de los impuestos. Le ponía un trono a la causa (me parece).
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Otra, con otro mohín hermosísimo, aunque no reinvidicativo, llamó la atención sobre qué era lo verdaderamente revolucionario o contracultural. Daba la clave, pero como yo lo veía tan obvio como ella, no lo remaché bastante.
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Toda lucha (de clases, generacional, de territorios, el narcisismo de las pequeñas diferencias…) que no sea una lucha contra el dragón, le baila el agua —el fuego— al dragón.
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Ahora bien, la mezcla perfecta del agua y del fuego es el vino. Le dimos su sitio. Qué gran fin de fiesta.