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Cuánto he disfrutado este programa de Helena Farré sobre la literatura y el amor. He aprendido mucho (de ambas cosas). Además no tengo remedio, porque, en vez de dejarme llevar por los efluvios amorosos, he comprobado hasta qué punto Jane Austen es, como toda escritora de raza, metaliteraria. En medio de la emoción más mágica, se permite una compleja reflexión metalingüística. El caballeroso Mr. Knightly ha descubierto —esperanza contra toda esperanza— que Miss Emma Wodehouse le corresponde. Jane Austen desliza entonces esta maravillosa reflexión para describir lo que sentía: «Algo tan parecido a la perfecta felicidad que no podía llevar otro nombre».
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La realidad y el lenguaje se acercan. Rozan la perfección no cuando encajan, que eso es imposible, sino cuando ninguna otra palabra estaría más cerca de lo nombrado. Es una feliz conformidad, una resignación pletórica. Veáse aquí: el sentimiento de felicidad puede ser tan intenso que casi encaja en su propia palabra. No se puede pedir más. Es el mismo movimiento ascensional de lo real que supo ver JRJ en su Diario de un poeta recién casado:
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Cielo
Te tenía olvidado,
cielo, y no eras
más que un vago existir de luz,
visto ─sin nombre─
por mis cansados ojos indolentes.
Y aparecías entre las palabras
perezosas y desesperanzadas del viajero,
como en breves lagunas repetidas
de un paisaje de agua visto en sueños…
Hoy te he mirado lentamente,
y te has ido elevando hasta tu nombre.
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«Qué alegría más alta vivir en los pronombres», desde luego, porque quien te ama te eleva a la altura de un «tú» solamente para ti o —no exageremos— casi. Pero incluso en general: qué misión tan noble llegar a ganarnos nuestro nombre propio y qué redención de la vida elevarla hasta el idioma que la nombra: felicidad o cielo casi rozados con la punta de los dedos.