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Tras la muerte de Rafael Alvira, me han preguntado amigos, conocidos y periodistas si lo conocí en Pamplona o asistí a alguna de sus clases. Digo «no» con vergüenza. Frivolicé demasiado en mis años universitarios. Me da mucha envidia de mi amigo Nacho Díez de Rivera, que, aunque estudiaba Económicas, tuvo tiempo de rendir pletesía a Leonardo Polo y oírlo mucho y tratarlo. A mí del hundimiento en la disipación sólo me salvó don Álvaro d’Ors y porque me dio clase y luego nos unían algunas cosas y algunos nombres. Menos mal. Sin embargo, dejé pasar una oportunidad de oro de aprender también de maestros indudables como Alvira o Polo, entretenido en dar bandazos con mi vespa de aquí para allá. Leo ahora los testimonios de unos y de otros, y se me hace la boca agua.
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Sin embargo, no me fustigo. Uno de mis lemas es el precioso aforismo de Emilio Gavilanes: «Todavía estás a tiempo de ser feliz aquellos años». Y para qué sirve la literatura, si no. Del magisterio de Alvira, nos quedan los libros. Por supuesto no es lo mismo, y alguno de sus discípulos o amigos ha escrito muy bien que las ventajas del trato con el maestro es ver el pensamiento en formación y la vida en desarrollo. Y es verdad, aunque en los libros también se atisban los desarrollos y las formaciones. Sin ser lo mismo, es estupendo, impagable. Leeré a Alvira y recordaré que pude tratarlo para que eso me abra un poco más los ojos, la mente y el alma. Y en el futuro habré aprendido mucho de él. Más in spem en mi caso que in memoriam, pero estará también en mi memoria.