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Una lengua muy muy larga

Lola Pons estuvo a punto de cambiarme la vida. Fue mi profesora de Historia de la Lengua en un momento en que la lengua no me importaba lo más mínimo. Yo pertenecía a esa grey de adolescencia crepuscular que se matriculaba en Filología con una vaga aspiración bohemia. Por lo general con humo verde en los pulmones y bruma en la cabeza, recorríamos los ya de por sí incoherentes pasillos de nuestra Facultad aprendiendo hasta el último mamarach-ismo literario, huyendo de todo lo que tuviera que ver con la lingüística. 

Pero esa huida era absurda, a no ser que fueras del Sindicato de Estudiantes y quisieras encadenar la licenciatura con la jubilación. Dialectología, Gramática Histórica, Lengua Española… huesos todos, huesos troncales. Y entre ellos, con sus 12 créditos obligatorios, el hueso de los huesos, el fémur: Historia de la Lengua. Naturalmente no me matriculé hasta que la asignatura me acorraló en el último año. Y por eso no me cambió la vida, porque ya era tarde.

La asignatura, primero por su dificultad, después por su belleza, embrujó a la media docena de alumnos que asistíamos con regularidad. Al poco estábamos volcados sobre un párrafo de los tiempos de Maricastaña, a punto de llegar a las manos a propósito de una consonante dubitativa. Luego, en el San Fernando, allá por la séptima cerveza, brindábamos reconciliados por la yod, partera de nuestro idioma. 

Fue con esta asignatura que me descubrí enamorado de la lengua. No es que entonces me enamorara; entonces descubrí que lo estaba desde hace tiempo y que la vocación literaria nace de un primer deslumbramiento lingüístico. Lo que pasa es que uno es tonto y tiende a darse cuenta de las cosas un segundo después de que ya no tengan remedio.

Ese mismo año, la profesora Lola Pons creaba el blog Nosolodeyod. Con él empezaba una labor divulgadora que le ha llevado a colaborar con distintos medios y a publicar dos libros, ambos en Arpa Editores: Una legua muy muy larga y El árbol de la lengua. Hoy propongo la lectura del primero de ellos, que si bien nació como Una lengua muy larga, el éxito y la insistencia del público –¡otra, otra!– consiguieron alargar el libro y doblarle el adverbio.

 

 

Como señala el subtítulo, Cien historias curiosas del español, Pons sobrevuela los siglos y nos trae un buen número de fotogramas etimológicos que, desplegados, nos ofrecen una panorámica amena de cómo el español, al igual que cualquier organismo vivo, ha ido cambiando sus células a lo largo del tiempo. Eso sí, a diferencia de los animales, los árboles o nosotros mismos, la lengua funciona un poco como Benjamin Button: fue más vieja ayer de lo que será mañana. Privilegio el suyo: la decrepitud la sigue de cerca, pero nunca la alcanza.

Y con tanto cambio es irremediable acordarse del barco de Teseo. Cuenta Plutarco que, tras el regreso del héroe, fue conservado por los griegos para recuerdo de sus hazañas. Como el navío quedó expuesto a las inclemencias del tiempo, tuvieron que ir sustituyendo las tablas deterioradas por otras nuevas. Con el paso de los años no quedó ninguna de las originales. ¿Seguía siendo el barco de Teseo? En caso negativo, ¿cuándo dejó de serlo? ¿En qué tabla?

De la misma forma, desde que allá por el siglo X –aprox., siempre aprox.– las lenguas romances se emanciparan del latín vulgar, ¿cuántas tablas no habremos cambiado? Y la pregunta decisiva: ¿estamos ante el mismo idioma? Los expertos dicen que sí: no se han dado variaciones estructurales de verdadero peso, solo… (lo intento, de verdad lo intento, pero no puedo) sólo, decía, se han producido cambios, muchos, pero aún en el marco de la misma lengua. Y me alegro. Más: me enorgullece. Es un honor utilizar el idioma con el que el Arcipreste de Hita, clérigo, versificador y retozón, requebraba y se dejaba quebrar por las serranas, tan tiernas ellas, tan velludas y solícitas.

Advertiré ahora algo que, en realidad, va de sí en el ánimo divulgativo de Una lengua muy muy larga. No es un libro para filólogos, sino un libro que contagia la fascinación filológica. Para disfrutarlo basta con saber leer y, diría, tener el español como lengua materna. Tampoco se trata de una obra prescriptiva, no te va corregir lo que dices mal; entre otras cosas porque habrá que ver si está mal del todo o está mal desde hace poco o va a dejar de estarlo a la vuelta de la esquina. Además no hay que olvidar que la lengua es de cada hablante. No pertenece a la Real Academia de la misma forma que tu perro no pertenece a la Facultad de Biología.

Lo importante de Una lengua muy muy larga es que puede iniciar al lector en un placer que quizá no haya disfrutado hasta ahora. Conocer el accidentado recorrido que ha seguido una palabra hasta este momento hace que en la boca sepa mejor, que en el oído suene mejor. Es la misma palabra que ya conocías y seguirá designando lo mismo, pero ahora te parecerá más densa, más sabrosa. 

Por eso este libro se dirige, aunque lo haga por medio de la inteligencia, al gusto. Lees la historia de una palabra, la pronuncias y luego chasqueas la lengua para notar los matices, los sedimentos que ha depositado el tiempo en ella mientras la rejuvenecía. Un libro, por tanto, lleno de conocimientos que se pueden y se deben paladear. Y también, si todo hay que decirlo, un libro lleno de chistes malos, pero que muy muy malos. De alguna forma debía notarse quién fue el maestro de nuestra autora.

 

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