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Una invitación a cerrar el pico

Hablar está sobrevalorado. Tengo amigas que llevan hablando sin coger aire desde 1984. Vivo con miedo a levantar el teléfono y que sigan ahí, explicándome lo idiota que era aquel chico pecoso que conocieron en el viaje de fin de curso. Y tengo amigotes de esos ruidosos que jamás cierran la boca, por miedo a que en su interior suene la voz de un monstruo. Tienen tanta aversión al silencio como yo a la política fiscal del Gobierno.

Supongo que hablar sin parar les hace sentir que están al cabo de la calle. Pero lo cierto es que no retienen nada. Las ideas resbalan por su cabeza a la velocidad en que salen por su boca, entre seis y siete décimas de segundo después de entrar por sus oídos. Son como el eco de una telenovela de los 90.

Que sí. Que hablar está bien. Pero cualquiera con cuatro whiskys puede hacerlo. Lo realmente meritorio es estarse callado, al menos durante unos instantes. Incluso con cuatro whiskys. 

A pesar de que la primera literatura fue oral –de todos modos, era literatura-, las cosas importantes en la Historia se rubrican por escrito. Dios no ha transmitido la Revelación a través de los siglos mediante un mensaje de voz, sino de libros sagrados. Cuando alguien quiere decirte algo solemne, te lo envía por escrito; por ejemplo: “estás despedido, imbécil”. Y por lo general, incluso cuando quieres nivelar una mesa, echas mano de un mal libro, no se te ocurre calzarla con una tarjeta SD, ni mucho menos con una perorata que resulte más o menos convincente a un trozo de madera. Prueba irrefutable de que la palabra escrita es más duradera.

Pero los libros requieren silencio, sino exterior, al menos interior. Blaise Pascal, en sus Pensamientos, nos enseñó que “toda la desdicha de los hombres proviene de una sola causa: no saber permanecer en reposo, en un cuarto”.

 

 

Más recientemente, el cardenal Robert Sarah consignó el más bello y oportuno homenaje a la vida callada. Con sutil humor, dejó escrito en La fuerza del silencio: “el hombre que domina su lengua controla su vida, como el marinero domina la nave. Y al contrario: el hombre que habla demasiado es un navío borracho”. Por lo general, los navíos borrachos no molestan a nadie hasta que se quedan atrapados en el Canal de Suez. Quizá por eso añade el cardenal: “el charlatán, vano y superficial, es peligroso”.

 

 

Creo que hay un proverbio hindú que dice “cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio”. Como todos los proverbios hindús, aunque correcto, suena tan afectado como un youtuber experto en meditación trascendental radiando un partido de cricket. Sé también de uno persa que, aunque desconozco quién es el autor, es obvio que antes de escribirlo se pasó la tarde mordisqueando setas: “La arena del desierto es para el viajero fatigado lo mismo que la conversación incesante para el amante del silencio”. Por suerte, tenemos un proverbio español más pragmático: “como norma general, cállate la boca”. 

Incluso dentro de la literatura, hay una ingente cantidad de charlatanería. Casi siempre se trata de libros de autores que no se callan ni cuando se sientan a escribir. Llegan al lector como elefante en cacharrería y ejercen sobre su cerebro el mismo efecto que un chupito de absenta en ayunas. 

Por el contrario, hay otros que saben llevarnos al silencio del alma. Quizá una de las menos reconocidas es Susanna Tamaro y lo es, en contra de lo que podría parecer, después de haber publicado un libro bastante mejorable sobre un loro, para colmo de males llamado Luisito, y otro que lleva por título Escucha mi voz. Pero Donde el corazón te lleve, Todo ángel es terrible o Un corazón pensante son eficaces invitaciones a contemplar el mundo, y las palabras, dejando a un lado el ruido de la vida. 

 

 

El silencio es el lenguaje de los poetas, de los supervivientes a largos cautiverios, y de un montón de místicos. Pero el silencio, por ser una disposición interior, también resulta de provecho si te atrapa en medio de una novela de humor, de una gran historia de aventuras, o del manual de instrucciones de un arma nuclear. A fin de cuentas, el único modo de sentir el polvo del camino que dejan a su paso los Joad de John Steinbeck, de reír a carcajadas con los Wooster de Wodehouse, o de no acabar totalmente colocado tras el Ponche de ácido lisérgico de Tom Wolfe -¿por qué siempre le sobran tantas páginas?-, es afrontar la lectura casi como una consecuencia natural de tener durante un rato los labios sellados. 

 

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