A los 20 años Pedro Antonio de Alarcón llegó a Granada para unirse a una sociedad literaria, bohemia y radical, que hubiese escandalizado mucho a sus antiguos compañeros del seminario. Pero no fue uno más entre tantos subversivos inadaptados, ni se conformaba con bramar contra las instituciones desde la seguridad sucia de un café.
Había nacido para dar la cara, para estampar su firma en artículos explosivos e incluso, cuando llegó la hora de los hechos, para ponerse al frente de la turba que tomaría la ciudad durante la revolución de 1854. En él se unían talento literario, vitalismo romántico y valor físico, y con ese cóctel explosivo se fue a conquistar Madrid. La capital también se escandalizó con las páginas de El Látigo, periódico satírico que Pedro Antonio funda para fustigar a la monarquía y a la Religión, y a cualquiera que ose defenderlas. Pero claro, quien busca pelea con tanta vehemencia es muy probable que la encuentre y Heriberto García de Quevedo, periodista católico, monárquico y conservador, se harta de los insultos que recibe del joven andaluz. El duelo es inevitable. Como padrinos acuden el Duque de Rivas y don Luis González Bravo, dos de los políticos más importantes de la época. El lance se resolverá con pistola, a un solo disparo y a una distancia de 30 pasos. Aunque la mañana es fría, Alarcón empieza a sudar. Nadie ignora que “el joven campeón de la democracia”, que así le llaman, es un novato en estas lides, y que sin embargo Quevedo es un experto tirador, que además ha servido en la Guardia Real. Al oír la voz de “fuego” Alarcón dispara, y falla. Ahora es el turno del reaccionario, que prepara con absoluta frialdad su tiro. Lentamente, alza el arma y durante unos instantes apunta la cabeza de su adversario. Alarcón suda mucho más. Por fin se oye la detonación, pero no hay heridos. Heriberto García de Quevedo, en un acto de generosidad, ha disparado su arma al cielo.
Más tarde algunos acusarán al conservador de blando, y él se defiende diciendo que no quería liquidar a uno de los más grandes talentos del siglo. Aquel suceso no deja indiferente al joven Alarcón. Abandona la dirección de El Látigo, así como sus ideas más radicales, y se marcha a Madrid porque necesita reflexionar. Él mismo diría, más tarde, que ese duelo fue su camino de Damasco. Sin embargo, aún no se ha agotado su ímpetu juvenil: se alistó voluntario para la guerra de África y escribe desde allí crónicas que le darán fama, dinero, y el reconocimiento como auténtico maestro del reporterismo de guerra. Retorna a España herido, condecorado, y con ganas de continuar su carrera literaria y política, que las dos se van a estorbando mutuamente a lo largo de toda su vida. Es, quizás, el máximo representante del cuento español. Junto con su transición espiritual se lleva a cabo el paso del romanticismo al realismo en las letras españolas, y su gran novela «El escándalo” es señalada como obra maestra incluso por Galdós, situado en las antípodas ideológicas de nuestro personaje. Sin embargo, la horda progresista, dueña y señora de la crítica, nunca le perdona su discurso sobre la Moral y el Arte, pronunciado al ingresar en la Real Academia, y consigue envolver al autor en el más absoluto de los silencios. Quizá con él se inaugura esa tradición literaria tan española, que consiste en abandonar en el desierto a los escritores conservadores.
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