Stefan Zweig murió en Brasil, en 1942. Luego, en el siglo XXI, resucitó por obra y gracia de la editorial Acantilado. Ahora, con cuarenta obras en catálogo, está a punto de morir de nuevo. Y si su primera muerte se la procuró él mismo por envenenamiento, esta segunda, inminente, se deberá a su éxito, pues se ha leído tanto en los últimos años que ya no es de buen tono. Demasiado digerible, demasiado democrático. Ha llegado justo a ese tipo de lectores que son reyes Midas de la vulgaridad. Sus novelas antes se asomaban al alma humana, ahora, para que no te miren con condescendencia, hay que decir que resultan efectistas.
Sin embargo, igual que hay días que uno tiene cuerpo de McDonald´s, hay días que uno tiene cuerpo de Zweig, días tontorrones. En el último di buena cuenta de una de sus nouvelles: Viaje al pasado, algo menos de cien páginas de pasión rondada, contenida. Un joven se enamora de la mujer de su jefe, ella se enamora de él, las circunstancias los sabotean y el tiempo los esculpe. Todo correcto.
Lo reseñable del caso es que llegué a ese Zweig cuando aún rumiaba el Tratado de la pasión de Eugenio Trías. Pasa a veces: una fuerza invisible, un magnetismo te encadena dos o tres lecturas en torno al mismo tema, una polifonía de apariencia accidental. Y aunque al de Trías lo tenía fichado desde hace meses, a Viaje al pasado llegué por pura casualidad, porque, como iba diciendo, hay días que uno tiene cuerpo de Zweig.
Y de no ser porque cronológicamente es imposible, diría que Zweig escribió la novelita para ejemplificar, paso a paso, la teoría del filósofo catalán. Ahí está todo: lo ilegítimo, el corazón cautivo, el dulce padecimiento, los miembros palpitantes y desorientados, los terceros que impiden una consumación que, por otra parte, sería decepcionante. Alguien dijo que los gozos carnales, al contrario que los espirituales, son mejores en la imaginación que en la realidad. Por eso la pasión se inflama en la persecución de un objetivo jamás alcanzado. No hay, no puede haber, cigarrito de después.
A la novela, no obstante, le falta el componente trágico; algo natural si consideramos su ambientación burguesa. En esas casas de bien, tan meticulosamente amuebladas, no hay espacio para la tragedia, si acaso para el drama, o incluso para el melodrama si uno se aperrea mucho. En cualquier caso, Viaje al pasado no acaba bien, la pasión nunca lo hace porque su objetivo no es desembocar en un número variable de personas sonriendo como estúpidos en el christmas de todos los años. La pasión utiliza a los enamorados para prenderles fuego y estar por este mundo mientras se consumen. Dice Trías: “La sola idea de Tristán e Isolda bien casados, fundando una fecunda estirpe, rodeados de hijos, viviendo en feliz consorcio, produce repugnancia poética”.
Y aún estaba dándole vueltas al asunto cuando recordé que tenía pendiente desde hace tiempo el ensayo Eloísa y Abelardo de la historiadora Régine Pernoud. Aunque bien recomendado, llevaba meses postergándolo. Y había hecho bien porque el momento era este, como colofón a las lecturas anteriores. Si Trías analiza la pasión y Zweig la ejemplifica, Eloísa y Abelardo la encarnan en la historia más tremenda, radical y hermosa que hayan leído estos ojos.
Y para que su historia resulte tan inolvidable, hizo falta que fuera el siglo XII, donde todo era grande y todo, salvo Dios, debatible. Hizo falta también una sociedad carnal y espiritual en la misma medida, esto es, en una medida altísima; una sociedad cargada de significado y de tragedia y de redención. Hizo falta Abelardo. Pero sobre todo hizo falta Eloísa, manirrota de sí, femenina hasta la locura, pasional hasta el final y sin arrepentimiento. La grandeza de Eloísa, que prefirió ser la prostituta a la esposa de Abelardo, es que por amor llegó al borde del abismo en una época en que existía el abismo, y jamás retrocedió un paso.