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Mi banqueta de viña

Siempre me ha gustado la idea de Enrique García–Máiquez de que los libros son como las cerezas: se van enganchando unos a otros y cuando lees uno puedes acabar enredado en una cadena de lecturas interminable. Creo que es así y me divertiría dedicarme un día a la imposible tarea de ordenarlos siguiendo este criterio, aunque de momento prefiero no despertar a ese dragón y dejarlos en el orden más bien heterodoxo en el que están. Sin embargo, hay un rincón de la casa en el que los libros conviven en un caos alegre y pasajero que podría recordar al aparente desorden de las cerezas: mi mesilla de noche. Mi mesilla es una banqueta de viña de pino gris y gastado, un poco cambemba, a la que vienen a parar libros cuya única cosa en común es que quiero tenerlos cerca de mí. Van aterrizando por su cuenta, cada uno de su padre y de su madre: nuevos, regalos, préstamos de familiares y amigos, alguno de referencia que saco de su sitio, un par para leerle en alto a los niños cuando se acercan por la noche buscando sin pedirlo un poco de compañía. La pila de la mesilla crece alegremente, como una enredadera desmandada, y cada pocos días amenaza con desparramarse y hacerse con mi habitación, en la que de repente van apareciendo otras pilas –en el suelo, sobre la cómoda, por la cama–. Entonces no me queda más remedio que poner algo de orden, pero lo hago sin mucho empeño porque le tengo un especial cariño a este montón de títulos abigarrados. Su resistencia a la clasificación me vuelve del revés, y veo en su variedad una especie de homenaje a la libertad del lector, que lo mismo se empapa la última de Jack Reacher que le mete mano a las memorias de Julián Marías o decide pasar el rato con una de las entrevistas del Paris Review y terminar la noche leyéndose un par de páginas de jardinería. Esta pila cumple, además, una función fundamental, porque no siempre está uno de humor para el mismo libro. Lo que uno busca cansado y harto, al final de un día muy largo, tiene poco que ver con lo que le apetecerá leer cuando amanezca tempranito y fresco, con la cabeza despejada y la casa dormida. Así que allá vamos. Si ahora mismo dejo caer la mano sobre mi banqueta de viña, estos son los cinco libros que encuentro. Por algo será.

 

Guía para identificar los santos de la iconografía cristiana 

Me hice con esta guía el año pasado y, aunque es probable que mi alegre desorden me impida llegar a saber tanto de este tema como me gustaría, ya me paseo por el mundo de otra manera. “¿Qué libro cambió su vida?” es el tipo de pregunta que me pone la mente en blanco automáticamente, pero ahora que puedo pensar tranquila porque nadie me la ha hecho yo diría que esta es la clase de libro que te la cambia de forma práctica. Porque no es lo mismo pasearte por el mundo pudiendo descifrar ciertas claves que quedarte solo con la forma de lo que te rodea, por bonita que sea. De hecho, si yo hubiese editado la serie de Cuadernos de Arte de Cátedra habría llamado a mi colección El que no sabe es como el que no ve. Me gusta mucho eso que dice E.B. White de que debemos estar siempre atentos a la posibilidad de que lo maravilloso asome en cualquier parte, y creo que aprender sobre lo que nos rodea es una de las mejores formas de abrir la puerta a ese asombro. Encuentro sorprendente y fantástico cómo sabiendo solamente un poquito sobre un tema podemos llegar a disfrutarlo tantísimo más que cuando no sabíamos nada. No tengo otro modo de explicar la alegría que siento ahora cuando veo a un santo rodeado de peces y reconozco a San Antonio de Padua, o cuando sé que es San Lucas el que me mira desde los ojos de un estupendo toro alado. Lo que me estaba perdiendo.

 

 

El final del affaire 

Echo de menos leer del tirón, que es algo que antes hacía con relativa facilidad y que ahora me cuesta bastante más. La culpa no la tienen los libros sino mi dispersión, evidentemente, pero por eso cuando cae en mis manos uno como este de Greene y tardo un par de días en ventilármelo lo aprecio una barbaridad. La edición de Asteroide es ideal, como siempre, y de la nueva traducción de Eduardo Jordá me encanta, de entrada, que le haya dado una vuelta al título: El final del affaire es tanto más bonito que El fin de la aventura. Mi parte favorita creo que es la relación que se desarrolla entre Henry Miles –marido de Sarah– y Maurice Bendrix –amante–, así como la narración de la historia del affaire desde los puntos de vista de Maurice y Sarah. En la cuestión religiosa, que entiendo que es fundamental, creo que se enrosca un poco la cosa. En cualquier caso, y a pesar de haberme bebido el libro, reconozco que una vez que me he enterado de que la historia tiene mucho de autobiográfico me he lanzado de cabeza a enterarme de todo. No lo puedo remediar, me puede la curiosidad y por buena que sea la novela –que lo es– no sé si preferiría un documental.

 

 

El punto clave 

Este libro se publicó por primera vez en el año 2000 y ojalá me lo hubiese leído entonces, porque me habría venido muy bien para entender el concepto de “poco a poco y de repente”. La mejor manera de describir la idea principal del libro es con un bote de ketchup Heinz que golpeas y golpeas sin que salga una gota. Cuando crees que todos tus esfuerzos han sido en vano, vuelves a golpear una vez más y de pronto no es que caiga una gota, es que sale de una vez todo lo que se había resistido a caer antes. Como cuando mi sobrino Gonzalo intenta aprender inglés, mi hijo Lucas tocar la guitarra o el alcalde de Nueva York frenar el incremento de la delincuencia en un barrio de su ciudad.

 

 

La mujer singular y la ciudad 

Cuántos libros nos perdemos por prejuicios, me pregunto. Muchísimos, diría yo. Vivían Gornick es el tipo de escritora que puede echar para atrás un poco porque, si nos dejamos llevar por la idea que proyectan de ella algunas de sus lectoras más entusiastas, puede parecer un cliché feminista ambulante. Esta imagen plana e injusta imagino que es consecuencia de leer lo que dicen los demás sobre ella en lugar de leerla a ella directamente, porque si hacemos esto segundo lo que encontraremos es a alguien que escribe francamente bien, y que hace una reflexión honrada sobre todo tipo de temas –también sobre el feminismo, claro, pero en este libro no es lo principal–. Me lo empecé  en junio y lo dejé cuando me quedaban unas 40 páginas. Volví a cogerlo hace un par de semanas y comencé desde el principio armada con un lápiz azul. Lo he releído un poco a saltos pero mi primera impresión sigue siendo la misma. Me gusta mucho este libro, me gusta mucho la mezcla que tiene y cómo te habla de su infancia en Nueva York y de su vida, de su relación con su madre o su amistad con Leonard, o de esas pequeñas cosas que nos pasan a todos y que, aparentemente, no tienen importancia y sin embargo poseen la capacidad de cambiar el rumbo de nuestro día y hacerlo más luminoso o más oscuro, según: la gratitud de un extraño, el acto de generosidad de un estudiante, la discusión de una pareja, una bronca en el autobús. 

 

 

De noche, bajo el puente de piedra 

Perutz mezcla con gran habilidad la historia con la fantasía en estos relatos que tienen lugar en la Praga del siglo XVI, en tiempos del emperador Rodolfo II. Este libro ha sido como ese jersey que nunca te habrías comprado pero que como te lo han regalado te lo pones y descubres que es muy gustoso y que además te queda sorprendentemente bien. Yo nunca habría ido a buscar a Perutz, y a decir verdad me ha tenido sin saber qué pensar la mayor parte del tiempo. Pero me ha gustado mucho leerlo, más de una vez me he encontrado disfrutando de unas historias que encontraba bastante marcianas, imagino que por mi poca costumbre de leer nada que se salga un poco de la cultura anglosajona. Al principio me perdía un poco con los relatos, que parecen independientes entre sí, pero cuando descubres que hay varios personajes que van apareciendo recurrentemente –el manirroto del emperador, el riquísimo judío Mordejai Meisl, el gran rabino Loew– las piezas del puzzle empiezan a encajar y cuando terminas el último tienes una vista del paisaje completo. Al acabar pensé dos cosas: que me gustaría visitar Praga con este libro debajo del brazo y que sospecho que lo disfrutaría más si me lo leyera por segunda vez. Ya he visto yo hacer las dos cosas, que diría una amiga mía.

 

 

Dejo aquí cinco frases que me han encantado:

“De un hombre que no sabe reír es inútil esperar clemencia.” 

“A mí me parece que un loco no debe comprar ni un ciego correr.” 

“Había puesto en la frente de su majestad un lienzo empapado en sangre de gato, que también favorece el sueño.”

“Aun sobrio, e incluso los domingos, tenía el aspecto de haber pasado la noche en la cuneta.” 

“En la corte de Praga, escribió en una ocasión el embajador de España a su rey, lo extraordinario es cotidiano y a nadie sorprende.”  

 

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