Al estoico Epicteto se le atribuye la cita más estúpida sobre el oficio de las letras: “si quieres ser escritor, escribe”. Que es tanto como decir: si quieres ser astronauta, vuela. Yo mismo lo intenté de niño desde lo alto del mueble del salón y aprendí dos cosas: no sé qué de la maldita ley de la gravedad, y que las urgencias infantiles están saturadas en verano por culpa de niños que han seguido el consejo de Epicteto. Lo de los libros también lo intenté pero, como dijo la pensadora sevillana Isabel Pantoja, “gitano, te quiero”.
Tengo para mí que el filósofo griego era un poco sinvergüenza, pero no daba puntada sin hilo. En El Manual dejó escrita su propia exención de responsabilidad, supongo, por los cráneos rotos y los libros emborronados por analfabetos: “Acusar a los otros por nuestros fracasos es de ignorantes”. Pilatos se llevó la fama. Pero el sabio Epicteto cardaba la lana.
No. No puede escribir cualquiera. Lo malo de nuestra época es que para cualquier aspiración enloquecida puedes encontrar el tutorial de un youtuber que te explica paso a paso lo sencillo que es, no sé, operarte tú mismo de apendicitis en casa. Eso da una falsa sensación de seguridad, de que todo es posible. Y no lo es; aunque a veces necesites verte con el apéndice entre las manos, el salón hecho un asco lleno de órganos que no recuerdas dónde demonios iban encajados, y una caída repentina de WiFi, para darte cuenta de que eso no va a salir bien.
Diga lo que diga Albert Einstein -“si lo puedes imaginar, lo puedes lograr”-, no puedes conseguir la gran mayoría de las cosas que puedes imaginar; a mis chichones me remito. Comprendo que el físico alemán es el científico más importante del siglo XX, pero le perdí todo el respeto el día que sacó la lengua a la prensa durante la celebración de su 72 cumpleaños. Sé que no es una opinión popular en los tiempos de Tik Tok, pero sacar la lengua más allá de los 5 años es una marranada sin disculpa posible. Yo no estoy a favor de la pena de muerte, pero tampoco me tientes con los asuntos linguales de los señores vetustos.
El resultado de toda expectativa insatisfecha es la frustración. En esa oda al optimismo canalla que constituye Del inconveniente de haber nacido, el insomne Cioran nos recuerda que el “fracaso, siempre esencial, nos desenmascara, nos permite vernos como Dios nos ve”. Por empeño de su madre, San Juan de la Cruz probó suerte como carpintero, entallador, pintor y sastre, y fue tan sonado su fiasco en estos oficios como buena su fama en la búsqueda de Dios, cristalizada más tarde en los versos más bellos de la mística. Los del fraile de Fontiveros son poemas de frustración y felicidad, “de noche oscura, con ansias, en amores inflamada”, fruto de quien ha recorrido el camino inverso a todo lo que recomienda el iluminado de Wayne Dyer: “cesó todo y dejéme / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado” (nota para los lectores del Consejo de Ministros: esto es de San Juan de la Cruz, no de Dyer).
Los dolores del alma están en los libros y en las canciones. Los del cuerpo no interesan a los poetas. Y se entiende. Nadie sentiría una vibración especial al leer una elegía a la pierna amputada. Jorge Manrique lo supo mejor que nadie. Si el corazón siente alivio en los versos del buen padecer es porque hay algo paliativo en ponerlo por escrito. Quizá por eso enviamos tantos mensajes por el móvil. Contamos lo divertido y lo dramático. Compartimos, en fin, aquello que humedece nuestros ojos. Somos el anverso de un documental sobre los orígenes de la física cuántica. Somos fracaso y finitud con un viejo anhelo de infinita felicidad.
Pero también es fracaso y finitud cada anochecer, y no hay instante más embriagador en el día. Sí. Cada puesta de sol es una claudicación fatal, pero justo después coinciden en el reloj las grandes cosas del vivir: llega al tiempo la hora de los cubatas en los bares, la mirada furtiva de los amores en los claroscuros de la avenida, y la oración huérfana del trapense en su celda ante el Cristo del silencio. De los crepúsculos, que son fracasos, nacen nuestras mejores obras.