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M el hijo del siglo: devolver el fascismo a su lugar

M el hijo del siglo

De una película por tantas razones memorable como Carros de fuego quizá parezca baladí traer a colación una escena menor, inadvertida a primera vista incluso para sus más entusiastas devotos -entre quienes el que escribe esta reseña se encuentra- pero crucial para el propósito con el que aquí se invoca.

 

Nos la ofrece el atleta británico Harold Abrahams (1899-1978) quien, junto al corredor escocés Eric Lidell (1902-1945), figuraba como personaje protagonista de aquella película inmortal. Abrahams encarna el drama del judío solitario e indómito. Atormentado por su doble identidad busca el reconocimiento que le niega su patria de acogida. Lidell, misionero protestante además de atleta, representa el dilema entre la
obediencia a la conciencia religiosa y la búsqueda de la gloria deportiva, entre la ciudad de
Dios y el Olimpo de los hombres. Ambos aguardan la cita de los juegos de París en 1924 como
la ocasión suprema de sus vidas. “Con diez segundos por delante que justifiquen toda mi
existencia”, confiesa a su mejor amigo Abrahams minutos antes de celebrarse la prueba de los
cien metros lisos.

 

Sin embargo, no es ahí donde quiero dirigir la mirada (o el recuerdo) del cinéfilo lector sino al
comienzo de la película, justo después de la inolvidable escena de apertura con los atletas
británicos recorriendo la playa de West Sands en St. Andrews y con la sublime banda sonora
de Vangelis como acompañamiento de fondo.

 

Estamos en el año 1919. La fecha es importante, como se verá después. Abrahams llega en taxi al Caius College con sus maletas. Allí lo recibe el portero para registrar su ingreso en la casi milenaria institución de la Universidad de Cambridge. El conserje, un hombre ya entrado en años, seguro de sí mismo y acostumbrado a los viejos usos y costumbres, transgrede, sin saberlo, la primera regla del nuevo mundo que ha nacido con el final de la Gran Guerra. Se atreve a llamar “muchacho” al joven Abrahams, no
una sino dos veces. Ignora que el frente de aquella conflagración europea, en la que los viejos
han permanecido en la retaguardia, se ha trasladado a la vida civil. Ya nada será igual, la paz
empieza nunca y se llamará guerra civil europea. Transmutación de todos los valores, sí, pero
sobre todo inversión de las relaciones de jerarquía y autoridad entre las generaciones.
Abrahams despacha el comentario con una admonición lapidaria: “Dejaron de llamarme
muchacho cuando combatí al servicio del Rey. Le agradeceré que no lo olvide”. He aquí,
capturado en una sencilla frase, en una réplica impactante dentro de un contexto trivial,
impensable en cualquier otro momento anterior a 1919, el espíritu de una época, el Zeitgeist
que la guerra del 14 inauguró.

 

La generación que se sacrificó en los campos de batalla no iba a
consentir a su regreso la perpetuación de la gerontocracia liberal que se enseñoreó del
“estúpido siglo XIX”, como lo bautizó Léon Daudet. Y si recordamos este momento no es sólo
para animarle a ver (o volver a ver, aunque con nuevos ojos) Carros de fuego sino también
para hablar de la extraordinaria novela de Antonio Scurati, M el hijo del siglo.

 

 

Carros de fuego, carros del siglo

Si en la Inglaterra magistralmente rediviva en esta película todavía sobreviven con dificultad
los vetustos valores de sus instituciones frente a jóvenes impugnadores como Abrahams, no se
puede decir lo mismo de la nueva atmósfera reinante en las naciones europeas derrotadas o
ultrajadas en la guerra. Ni humillada ni ofendida, Inglaterra no encontrará su destino en Moscú
ni tampoco en la nueva Roma que se alzará como su rival mimético. Historia de dos ciudades,
combate fratricida. A su regreso de la Gran Guerra la ciudad eterna es una loba sin leche con
que amamantar a Rómulo y Remo. Y dos gemelos sedientos terminan convertidos en lobos el
uno para el otro. La sangre de uno de los dos refundará a Roma. Se entenderá mejor el contexto de la metáfora cainita si pido al lector que compare la escena del británico atleta y su conserje con el impactante comienzo de El Hijo del Siglo. Que se desarrolle justo en el mismo año facilitará el ejercicio.

Fundación de los Fascios de combate

Milán, Piazza San Sepolcro, 23 de marzo 1919.
Nos asomamos a piazza del Santo Sepolcro. Cien personas escasas, todos hombres de esos que
casi no cuentan. Somos pocos y estamos muertos. Esperan que yo hable, pero no tengo nada
que decir. El escenario está vacío, inundado por millones de cadáveres, una marea de cuerpos –
hechos papilla, licuados -llegada de las trincheras del Carso, del Ortigara, del Isonzo. Nuestros
héroes ya han caído o no tardarán en hacerlo. Los amamos del primero al último, sin
distinciones. Estamos sentados sobre la pila sagrada de los muertos. El realismo que sigue a
cada aluvión me ha abierto los ojos: Europa es a estas alturas un escenario sin personajes.
Todos han desaparecido: los hombres con barba, los melodramáticos padres monumentales,
los magnánimos liberales quejicas, los oradores grandilocuentes, cultos y floridos, los
moderados y su sentido común, a los que siempre debemos nuestras desgracias, los políticos
insolventes que viven aterrorizados por el colapso inminente, mendigando cada día una
prórroga al acontecimiento inevitable. Para todos ellos están sonando las campanas. Los
hombres viejos se verán arrollados por esta masa enorme, cuatro millones de combatientes
que presionan en las fronteras territoriales, cuatro millones de regreso. Hay que marcar el
paso, un paso ligero. El pronóstico no cambia, seguirá haciendo mal tiempo. En el orden del día
sigue estando la guerra. El mundo avanza hacia la formación de dos grandes partidos: los que
estuvieron en ella y los que no.

 

He aquí la primera de las casi mil páginas de M El Hijo del Siglo. En ellas, la novela recoge el
periodo comprendido desde la primera reunión de los Fascios hasta las consecuencias políticas
del asesinato del diputado socialista Matteoti, pasando por supuesto por la no muy gloriosa
marcha sobre Roma. M, lo habrán entendido, no es otro que Benito Mussolini. Alguna extraña
cualidad debe atesorar esta novela cuando, según se dice, ha logrado el aplauso unánime,
desde la izquierda biempensante hasta los neofascistas italianos de Casa Pound que, a lo que
parece, venden y exhiben la obra en su sede, tan felices por ver de nuevo a su fundador en la
primera posición de las listas de ventas. Nostalgia, cómo no, de aquella Europa de entreguerras, enterrada y mil veces fantasmagóricamente resucitada a gusto del traficante de pienso ideológico. Más de cuatrocientos mil ejemplares vendidos en Italia, el anuncio de una trilogía y parece que hasta una serie de televisión comprometida con HBO. Por si esto fuera poco, la obra fue galardonada con el prestigioso Premio Strega, el máximo reconocimiento de las letras italianas. Un éxito de crítica y público y, en definitiva, un verdadero fenómeno literario que desde el año pasado podemos también disfrutar en la edición española de Alfaguara.

El fascismo en su época

Algo tiene esta novela, decíamos, para haber logrado la aquiescencia de unos y otros. ¿Y qué
es? Digámoslo así: Scurati construye un túnel del tiempo. Sin embargo, en vez de usarlo para
importar un pseudo-fascismo de contrabando en nuestra época (sistema habitual de comercio
mental anacrónico empleado por tantos propagandistas de la vulgata antifascista) lo utiliza
para transportar al lector a los tiempos del fascismo de catacumbas. Desacralizar el fascismo es
desenterrarlo. Pero no de la tierra sino de las alturas sagradas o satánicas a los que fascistas y
antifascistas han querido elevarlo. Devotos de las religiones políticas, los unos, exorcistas y
cazadores de brujas, los otros. El fascismo es el cadáver más vivo de todos los tiempos. Embalsamado, disecado, momificado y perfumado, el siglo XX es el siglo que no termina, como nos recuerda Rusell Ronald Reno en El retorno de los dioses fuertes (aquí puedes leer la reseña sobre el libro de Reno).

 

De ahí que resulte tan difícil devolver al fascismo a su lugar, es decir, a su época. Y este es el mérito de Scurati, su atrevimiento, por no decir su sacrilegio. Algo parecido ocurrió con la obra de uno de los
grandes historiadores del fascismo, Ernst Nolte, el primero que se atrevió a realizar en el
campo de la historiografía lo que Scurati ha ensayado en el de la literatura. El título de la ya
famosa trilogía de Nolte era todo un programa de trabajo, quizá el único legítimo para abordar
la tarea: “El fascismo en su época”. Scurati recoge el guante y con él nos narra la historia
olvidada del Duce antes de llegar a serlo.

 

 

“¿Humanizar al monstruo nos permite entenderlo?”, era la previsible pregunta que le
formularon a Scurati en una reciente entrevista publicada en El Mundo. “Humanizarlo nos
permite comprender que no fue un monstruo. Es lo más importante que aporta esta novela”.

 

Una respuesta contundente y peligrosa, que ni siquiera una montaña de matices y disculpas
adjuntas podría desagraviar. Compatriota de Scurati es Daniele Giglioli, en España ya conocido
por su Crítica de la víctima, notable y valiente ensayo que también encierra otra profanación,
en este caso la de nuestro puritanismo moralista y su catecismo victimocrático. “Con M El Hijo
del Siglo, Scurati – escribe Giglioli – ha alcanzado la madurez artística de quien por fin mira cara
a cara a sus fantasmas y puede de una vez por todas ponerles nombre: Mussolini, el nombre de
nuestra derrota. Scurati nos trae una historia pero también la Historia: la historia de todo el
mundo”.

 

Contar una historia y al mismo tiempo la Historia parecía también el propósito de la muy
aclamada Novecento de Bertolucci. A juzgar por el resultado, sin embargo, el contraste con el
intento de Scurati no puede ser más llamativo y no solo por las superiores posibilidades de
evocación histórica de la literatura en comparación con las del cine. La muy notable El joven
Mussolini, interpretada por nuestro Antonio Banderas y que contó con el asesoramiento
histórico de Renzo de Felice (el gran historiador italiano del fascismo) ahí está para
desmentirlo. Marcada por el reduccionismo freudo-marxista en boga por los años setenta del
pasado siglo, Novecento se convirtió muy pronto en panfleto para autoconsumo propagandístico.

 

Hasta el PSOE utilizó la hermosa banda sonora compuesta para la película por
el gran Ennio Morricone, al que resulta imposible citar sin lamentar su reciente muerte. Como
se recordará, el personaje de Donald Sutherland personificaba al mismo tiempo el fascismo y a
un villano de dibujos animados. Resultaba ser tan malvado como caricaturesco. En M El Hijo
del Siglo, en cambio, se impone el estilo periodístico y la historia del primer fascismo recupera
toda su densidad vital. Scurati ha dicho de M el hijo del siglo que es la historia que no se ha contado, es decir, la historia contada por los propios fascistas. En cada capítulo se recoge la documentación de los
hechos narrados, el artículo de prensa, el epistolario de los protagonistas, la correspondencia
de Mussolini o la de su amante Margherita Sarfatti, figura extraordinaria por lo general
ignorada y que aquí recibe el trato que merece quien fuera confidente del Duce y musa judía
de los camisas negras. Aunque hoy se diga y repita sin tino ni convicción que lo personal es
político, lo cierto es que en ninguna otra época alcanzó esta mentira tanta verdad. “La vida
privada ha terminado”, sentenciaba Pasha, el comisario bolchevique de El Doctor Zhivago.
Scurati sobresale por su capacidad de entender este clima moral y transformarlo en brillante
literatura.

 

 

La literatura histórica como invención no arbitraria

El método histórico-literario del escritor y ensayista italiano lo resume la breve y casi
enigmática advertencia que el lector descubre al principio de la obra: “Los hechos y personajes
de esta novela documental no son fruto de la imaginación del autor. Por el contrario, todos y
cada uno de los acontecimientos, personajes, diálogos o discursos narrados aquí están
documentados históricamente y/o debidamente atestiguados por más de una fuente. Dicho
esto, no deja de ser cierto que la historia es una invención a la que la realidad acarrea sus
propios materiales. No arbitraria”. Inventar sin arbitrariedad es un reto al alcance de pocos.
Scurati demuestra que se cuenta entre ellos y su estilo palpitante reconcilia a la gran literatura
con la historia. El hombre y el caudillo de masas se fusionan en Benito Mussolini, hijo del siglo
pero también de la efervescencia política que circula por todas las venas de la historia italiana.
Si los Maquiavelo y Guicciardini, los Michels, Pareto y Mosca se revuelven en sus tumbas es
porque no pueden disfrutar del espectáculo.

 

Que Mussolini fue hijo de su tiempo nadie debería dudarlo. Que el escritor de hogaño se cree
ingenuamente por encima del suyo, tampoco. El salvoconducto antifascista de Scurati es el
tributo de la letra impresa al terrorismo intelectual de nuestra época pero saldría ganando su
literatura si renunciase plenamente a todo propósito moral. No lo necesita. Además, el
antifascismo retrocruzado posmoderno rechazará su contribución. No es una corriente política
y mucho menos literaria. Su lugar se encuentra en los tratados de demonología de los Bodinos
sin talento que deambulan como zombis por platós televisivos al servicio de la exégesis
subvencionada del nuevo Malleus Maleficarum. Ya se sabe, aún es fecundo el vientre que
parió a la bestia inmunda.

 

Es un dato conocido que el fascismo sigue siendo en 2021, más de un siglo después de su fundación en Italia, el animal mitológico preferido de todas las tribus izquierdistas, enfrentadas por la trampa neoliberal de la diversidad (como acertadamente la bautizó Daniel Bernabé) pero hermanadas en su heroica oposición al cadáver putrefacto y su siempre anunciada resurrección. Resurrección que niega el Domingo de Pascua pero en la que el antifascista cree los otros 364 días del año. En una época como la nuestra, tan proclive a
descartar como antigualla lo dicho o escrito hace solo unos minutos, debería llamar nuestra
atención que los proselitistas de la última moda perseveren en su férrea voluntad de combatir
un movimiento enterrado hace ya 75 años. A moro muerto, gran lanzada: he aquí otra pista
que no se debe pasar por alto a la hora de diagnosticar el trastorno psicológico del narcisismo
militante contemporáneo.

 

 

En cualquier caso, salta a la vista que ese empeño moralista, peaje a la autocensura que el
ingenio contemporáneo no paga nunca sin disgusto y casi siempre en silencio, se traduce en
lastre inquisitorial demasiado pesado para el trabajo del escritor. En la época del macartismo
rosa, en la que todo lo que no está prohibido es obligatorio, ya no sabe si soñar con el Nobel
de Literatura o el de la Paz. Pronto se fusionarán, de eso no cabe duda, pero la literatura
deberá seguir, si es que sigue, su propio camino. Pues aunque Chesterton proclamó que solo la
Iglesia salva al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su época, solo (y
probablemente sola) la literatura, rescatándole de la prisión de los espejismos de su tiempo,
prepara al futuro emancipado para la vida en libertad. Por eso en ellas, en esa vida y en esa
literatura, tendrá su sitio M el Hijo del Siglo de Antonio Scurati.

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