“El llamamiento al orden: encuesta sobre los nuevos reaccionarios” fue el título de un panfleto del ensayista francés Daniel Lindenberg, publicado en Francia en el año 2002, pocos meses después del seísmo político que sacudió los cimientos de la Quinta República: la llegada de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Hallar explicaciones ya consistía por aquel entonces en encontrar culpables. ¿Acaso no es hoy lo mismo una cosa y otra?
La posmodernidad es la continuación de la modernidad por otros medios, por decirlo en clausewitzianos términos. Es la tesis, por cierto, de Chantal Delsol en La haine du monde. Si hemos rechazado con desprecio el totalitarismo como terror, lo hemos hecho conservando sus tentativas de transfiguración del mundo. En palabras de Higinio Marín, “como ese futuro cierto se hacía esquivo y la dictadura convertida en terror totalitario no alcanzaba a aniquilar el mal, se hacía necesaria una variante que asumiera un resignado pero eficiente realismo: el mal no es eliminable por completo de la historia y, por tanto, el paraíso es una referencia directiva, utópica, aunque efectiva en la orientación de los logros hacia la feliz igualdad”. Así, si la utopía moderna prometía el paraíso tras el campo de exterminio, como nos recuerda también Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto, el posmoderno ha perdido la fe en el crimen. En otras palabras, ya no tiene el valor necesario para perpetrarlo. Fatiga de guerra. El Che Guevara, mejor solo en las camisetas.
No vamos a negar que todos, y especialmente los mejores expedientes turísticos para visitar Siberia, hemos salido ganando. Ya solo nos queda el gulagcito. Un parque de atracciones diseñado por nuestros sonrientes Polpotitos para bien de los disidentes de la Internacional Cursi. Lindeberg, socialista y humanista, marcó el camino a seguir en esta transición de los jemeres rojos a los jemeres rosas. ¿Para qué recurrir a la Lubianka si podemos dejar que algunas palabras predilectas puedan cumplir su promesa secreta de terror? El armamento simbólico pesado, la nueva bomba H, es el arma de humillación masiva. Engendrada en el vientre del mayo francés, Déconstruction, Dérision (burla), Destruction pasó a ser el nuevo lema de la industria cultural hegemónica. ¿Para qué intercambiar ideas si contamos con la fuerza dialéctica del anatema? Nuestros tiernos irenistas se sorprenden de que el clima moral se inunde de odio e insultos, desprecio y calumnias. ¿No era ese un marco mental afortunadamente superado?
Ningún europeo tuvo que disparar un solo tiro para derribar el Muro de Berlín. El socialismo fracasó en el Este porque triunfó en el Oeste, nos advirtió Augusto del Noce. Vivimos en un mundo demasiado complejo para ser entendido y nuestros cerebros arcaicos siguen determinando nuestra tribal cosmovisión. No hay ninguna razón para que las teorías monocausales dejen de ofrecer el mismo consuelo psicológico de siempre. Seguimos impregnados de animismo social. El mito animista puede expresarse así: todos los hechos sociales son el resultado de actos intencionales. La mentalidad primitiva, Lévy-Bruhl lo había destacado al final de su vida en sus cuadernos, no es exclusiva de los pueblos primitivos. La causalidad diabólica teorizada por Leon Poliakov, además de obsequiarnos con el regalo epistémico de la sencillez, elimina el escándalo de un mal sin malvados y exonera al resto de las personas, prestándose a todas las manipulaciones. De ahí la seducción de esta representación en las ideologías totalitarias del siglo XX. Este imaginario, bajo formas menos agresivas, pero también más astutas, conserva toda su fuerza en el seno de nuestras sociedades. Seguimos siendo la jauría humana dispuesta a linchar, siempre que sea otro el dispuesto a tirar la primera piedra. Y a falta de valientes capaces de hacerlo nos conformamos con las redes sociales para descargar toda la rabia y la frustración acumuladas en el planeta espiritual de la igualdad democrática. Los celos, la envidia, el resentimiento, esos sentimientos modernos según Stendhal.
La primera purga del pensamiento único
¿Cómo explicar en Francia, esa nación que declaró su amor eterno a las ideas, este aparente retorno al pensamiento binario?
A primera vista, el año 2002 estuvo marcado en Francia por un verdadero paseo militar del pensamiento único en la vida político-mediática. Al igual que sucedió con la invasión del Capitolio que cerró los años de Trump en la Casa Blanca, la llegada de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta sirvió de apogeo orwelliano entre las dos rondas presidenciales francesas. Durante esas dos semanas, las peores pesadillas y demonios familiares de la tribu gala fueron rememorados con documentales, en sesión continua, sobre el Tercer Reich y la Francia de Vichy. Un sálvame político, mañana, tarde y noche por tierra, mar y aire. Todos a desfilar al compás marcado por los clérigos del mainstream cultural. Los más entusiastas podían incluso corear en las calles las consignas acordadas por el Gran Hermano Antifascista.
¿Era entonces realmente necesaria una depuración, un Gran Salto Adelante del Imperio del Bien? La aparente dominación de los «amos censores» bien podría convertirse en una victoria pírrica. Quizá había que asegurar el statu quo amenazado con una purga a gran escala. Un Nuremberg de la intelligentsia, un revival sans-culotte, nostalgia de guillotina. Se volvía imprescindible la caza de brujas de los “nuevos reaccionarios”, esos culpables de contagiar las ideas que habían infectado a una Francia hasta entonces inmune a la lepra nacional-populista. 1793 y 1968 no eran suficientes. La farmacia ideológica recomendaba una tercera dosis de Moderna.
Daniel Lindeberg, representante de una izquierda académica vinculada al establishment universitario, se creyó el nuevo Zola y proclamó a los cuatro vientos su “Yo acuso”. ¿El resultado? Un panfleto muy útil para entender los miedos (por no decir las fobias) de la clase intelectual dirigente ante las primeras expresiones de heterodoxia en su campo. Que los paletos de las tabernas voten a la ultraderecha, se entiende. Juan Carlos Monedero, hijo avergonzado de tabernario y franquista, nos acaba de recordar que no son precisamente Einstein. Pero que los intelectuales desprecien Le Monde o Libération solo puede anunciar la inminente llegada del cuarto jinete del Apocalipsis.
De entrada, el lector del folletín de Lindeberg advertía que el objeto de la letanía diabolizadora no estaba rigurosamente definido. Dirigido contra todos aquellos que no formaban parte del gran club socio-liberal-libertario, segregaba una filosofía de almacén que bien podría servir de inspiración de un nuevo Think-tank (con más tank que think) al servicio del club de los felices conformistas. Todo giraba, se entenderá, en torno al significante vacío: «nuevos reaccionarios». Oxímoron desconcertante para esa cultura moderna que entroniza, por definición, todo lo nuevo. Pleonasmo, en cambio, para los cazavampiros pluriempleados del Mainstream cultural que vienen advirtiendo sin desmayo que vuelven los tiempos más oscuros de nuestra historia. Sí, señores, también hay una demonología progresista.
Y bien, ¿quiénes eran estos nuevos reaccionarios tan temibles? ¿Quiénes los vástagos de la Bestia inmunda? ¿Cuál fue su crimen y por qué dejaron de recibir la comunión? ¿Y cuál habría de ser su penitencia? Enemigos declarados del género humano, no era en ningún caso admisible dialogar con ellos. ¿Dialogaríamos acaso con el mal?
Terribles contrarrevolucionarios
¿Qué hacía, por ejemplo, Régis Debray, que a punto estuvo de ser fusilado junto al Che en Bolivia, en una lista de terribles contrarrevolucionarios? Su nombre podría llamar la atención pero tampoco desentonaba en exceso.
En la lista de malvados elaborada por Lindeberg era fácil observar que ninguno de sus compañeros reaccionarios de viaje suscribiría las tesis de los clásicos De Maistre o De Bonald. Hasta el más moderno y positivista Charles Maurras, el maître à penser de la derecha contrarrevolucionaria francesa en la primera mitad del siglo XX, parecía ajeno a todos ellos. Marcel Gauchet, otro de los señalados con el dedo acusador, seguía (y todavía sigue) fiel a una cierta izquierda ilustrada, por mucho que recientemente haya figurado en portada de Éléments, la resucitada revista de la Nueva Derecha de Alain de Benoist. A Pierre André-Taguieff, un investigador reconocido del CNRS (algo así como el CSIC francés), de poco le habían servido sus notables trabajos académicos sobre el populismo y las derechas radicales: debía comparecer en el banquillo de los acusados a pesar de su declarado y militante antirracismo. Como aquellos jemeres que temían represalias por no haber torturado bien, las purgas podían alcanzar incluso a los viejos maoístas, como el filósofo Alain Badiou, otro neocarca para el lecho de Procusto posmoderno. Con el nuevo orden mundial hay que demostrar más alegría, hay que ser más fukuyamesco.
Tampoco exoneraban de toda culpa ocho apellidos ilustres e ilustrados como Ferry, el padre de la escuela laica de la Tercera República. Que se lo digan si no a uno de sus descendientes, el filósofo Luc Ferry, un nombre más en la lista de los intelectuales deplorables pese a su condición de exponente destacado del humanismo secular en el mundo de las ideas. Autor de una renovada reflexión filosófica centrada en la defensa de los valores nucleares de la tradición política francesa, parecía pocos años atrás un pensador al margen de cualquier sospecha. ¿Ha dicho usted tradición? Tradicionalista, entonces. Habiendo rechazado en su obra el legado del mayo francés y del estructuralismo para reafirmar la idea de laicidad republicana, amenazada a su juicio por el auge del comunitarismo y el relativismo, no hacían falta más pruebas de cargo. Para más inri, en el año 2002 había enviado a sus hijas a una escuela religiosa privada siendo ya ministro de Educación Nacional. El Gran Hermano podía incluso ahorrarse la confesión.
¿Qué decir de Alain Finkielkraut, filósofo judío francés y, por tanto, sionista encubierto? Finkielkraut, he aquí un apellido sospechoso, quizá la encarnación monstruosa del Frankenstein ideológico que acontece when Jews turn right, es decir, cuando los judíos vienen a engrosar los batallones de la nueva ofensiva contrarrevolucionaria. La cabalística criptonazi funciona así. Que se lo pregunten a Antonio Maestre, el Simon Wiesenthal de las redes sociales.
El índice de la obra de Lindeberg podía considerarse un escrito de acusación en procedimiento abreviado. Lo que, en resumidas cuentas, señalaba el delator Lindeberg era el intolerable proceso a los grandes mitos fundadores del progresismo oficial del que hacían gala sin rubor estas bestias furiosas. La crítica a la cultura de masas, a la libertad de costumbres, a los intelectuales y al mayo sesentayochista, al “droit-de-l’hommisme” (como en Francia se llama a la nueva religión del humanitarismo jurídico universalista que sirve de pretexto a las injerencias geopolíticas de tipo humanitario), al mestizaje social, al islam, al feminismo y a la igualdad. ¿Hasta cuándo abusarás, ultramontano, de nuestra progresista paciencia?
¿Dónde estás, iliberal?
Digno de resaltar es que Lindeberg ya destacaba un término equívoco llamado a lograr, con el paso del tiempo, una cierta notoriedad. En efecto, el llamado “iliberalismo” ha servido después como arma arrojadiza contra figuras como Orban, Salvini, Le Pen, Trump o Putin. Era llamativo que Lindeberg motejase de “iliberales” a sus dizque neorreaccionarios cuando algunos de ellos eran herederos de la mejor escuela de tradición liberal francesa, la que arranca con Tocqueville. Lo insólito del malabarismo dialéctico se ejemplificó en el caso de Pierre Manent, discípulo de Raymond Aron e insigne pensador político francés. Que ciertos liberales de ayer se hayan vuelto iliberales de la noche a la mañana, o sean interpretados como tales en el nuevo eje de coordenadas ideológicas, revela sin duda algo nuevo.
Se puede decir al revés. Los viejos socialistas humanitarios como Lindeberg, figura menor de una corriente mayor (el marxismo cálido que encontró en Francia un terreno propicio para su expansión desde los tiempos de Sartre), se presentaban astutamente como referentes intelectuales del Nuevo Orden Mundial impuesto por el neoliberalismo progresista. Mientras que algunos de los nouveaux philosophes, como Pascal Bruckner, ya habían virado hacia la reacción, otros entendieron sin ninguna dificultad a qué revolución había que sumarse con entusiasmo. Así, el filósofo multimillonario Bernard-Henri Levy quedaba eximido de toda culpa y mancha reaccionarias. Incluso años después se dejó fotografiar junto a los tanques del Califato de las sonrisas que invadieron Libia por motivos humanitarios. Las bombas emancipadoras de la “comunidad internacional”, en Irak o Yugoslavia, ya prometieron el nacimiento de nuevas democracias allí donde minutos antes se acumulaban montañas de cadáveres. Durrutis hollywoodienses, no tenían miedo de las ruinas. Llevaban un mundo nuevo en sus corazones.
Este último punto quizá merezca ser aclarado. Estábamos asistiendo a la última de las metamorfosis del liberalismo. Quizá el propio término sea hoy una trampa que solo sirve para perseguir a disidentes. Como escribe Dalmacio Negro, “el liberalismo actual es tan políticamente correcto y ‘progresista’ como el comunismo soviético, solo que menos rígido, pues aparenta pluralismo y tolera la libertad de expresión -solo la tolera y hay leyes restrictivas con pretextos como la xenofobia, la amenaza fascista o la protección de los movimientos contraculturales LGTB-, es pacifista e invoca continuamente la solidaridad y el humanitarismo. Progresista, hace suyo el ‘antifascismo’ de los bolcheviques culturales, que, como observó hace tiempo el austriaco Wolfgang Caspart, no tienen otra cosa de qué hablar. ‘Fascismo’ que es, la mayoría de las veces, una apelación al sentido común y a la realidad, dos tabúes para el modo de pensar sovietizante y totalitario”.
Además de fuego cultural a discreción empleado por elites mundialistas en busca de una legitimidad democrática que ya no les reconocen las urnas, el antifascismo se ha convertido también, como señala con acierto el sociólogo Christophe Guilluy, en un arma de clase de los anywheres hábilmente fabricada por la ingeniería cultural de una policía del pensamiento movilizada contra los somewheres. Para justificar el terrorismo intelectual, nada mejor que recrear artificialmente una atmósfera de terror. Y aunque resulte difícil colocar a los prebostes de las finanzas internacionales en el papel de entregados resistentes a las hordas neonazis, no faltan tontos útiles en nuestras universidades para figurar como extras de este espectáculo maniqueo. Con un decorado escénico de primera, la juventud sin futuro ya tiene futuro y los más hábiles han conseguido incluso, además de amasar importantes fortunas, el justo reconocimiento de sus carreras cinematográficas en la historia del séptimo arte antifascista.
La causalidad diabólica y el FachaPride de los nuevos reaccionarios
Sin embargo, en palabras de Houellebecq, naturalmente otro de los nuevos reaccionarios señalados por Lindeberg junto a su admirado Philippe Muray, algo había cambiado: “Todo esto no era realmente alarmante todavía; que un hombre de izquierda escriba un libro de mal gusto, nada anormal, incluso está más bien dentro del orden; pero lo que resultó más grave, claramente más grave, fue la reacción de los acusados. El desventurado Lindenberg probablemente imaginó que se iban a dispersar como ratoncitos, jurando que nunca ellos, los otros tal vez, pero ellos, no, ¡oh! qué prueba tan desagradable. Lejos de eso, ¿qué vivimos? Finkielkraut se enfadó mucho, llamando al libro ‘estúpido’ y ‘despreciable’ al mismo tiempo. En un estado de ánimo más travieso, Taguieff saludó la aparición del ‘primer panfleto suave’ de las filas del ‘extremo centro’. Los dos, más algunos otros, redactaron rápidamente un Manifiesto por el libre pensamiento. Así que no era especialmente la vergüenza, ni el terror de ser desenmascarados, lo que se pintaba en sus ojos culpables; sino más bien una leve chispa de satisfacción ante el anuncio de la reanudación de las hostilidades”. Si te llaman fascista es que estás en el lado correcto de la Historia. ¿Les suena?
Pierre-André Taguieff, discípulo de Poliakov, levantó acta del cambio de paradigma cultural en un libro recientemente dedicado al antilepenismo como demonología oficial del sistema cultural, Du diable en politique. Réflexions sur l’antilépénisme ordinaire. Que uno de los principales discípulos de Leon Poliakov (gran historiador de la historia del antisemitismo, teórico de la causalidad diabólica y superviviente del genocidio nacionalsocialista) adoptara el enfoque de su maestro para describir las tácticas de diabolización utilizadas por el sistema político-cultural francés contra el populismo nacionalista del Frente Nacional francés, representaba un punto de inflexión simbólico muy digno de ser considerado. La causalidad diabólica había cambiado de bando. De la judeofobia a la lepenofobia. La demonología se había coloreado de rosa, macartismo invertido.
Por desgracia para Lindenberg los cambios más decisivos a veces tienen como catalizador los incidentes más pequeños. Poco antes de la publicación de su libro, los nuevos reaccionarios ni siquiera eran conocedores de su propia existencia. El panfleto habría tenido el efecto no solo de nombrarles sino de apretar sus filas. Ahora eran conscientes de que tenían a la inteligencia y al talento de su lado, y de que podrían llegar a ser, sin haberlo pretendido, la primera fuerza intelectual del país.
¿Encuentra usted, estimado lector que el pasado 4 de mayo de 2021 tuvo que elegir, en los colegios electorales madrileños o en su pantalla de televisión, entre Auschwitz o la democracia, entre la toma de la Bastilla y la Marcha sobre Roma, entre los desfiles pardos de Nuremberg y el “que canten los niños”, entre la G de Goebbels y la de Gandhi, algunos inquietantes paralelismos con nuestra querida piel de toro?
El miedo, sin duda, ha cambiado de bando. La inteligencia, en cambio, ha desertado en masa. En dirección contraria.