Hace un par de días me regalaron Los grandes espacios, de Catherine Meurisse (Impedimenta, 2021). Lo había visto en alguna librería y se me había antojado porque tiene una portada preciosa, pero reconozco que me temía el enésimo libro de portada ideal y contenido bonito pero vacío. Qué contenta estoy de haberme equivocado. La edición de Impedimenta es impecable, como siempre. El azul petróleo de las guardas me parece elegantísimo, muy bien escogido, y el libro entero es estupendo. Podríamos sentirnos tentados de pensar que con un material tan gustoso es sencillo hacer algo bonito, pero eso es lo que tiene hacer un trabajo de edición excelente: que lo difícil parece fácil.
Cuando Catherine y su hermana eran pequeñas, sus padres compraron una casa en ruinas en medio del campo y se fueron a vivir allí. El cómic relata la infancia de las niñas a lo largo de los años en los que sus padres arreglan la finca poco a poco: mientras su madre se lanza de cabeza a la jardinería, su padre se encarga de arreglar y reconstruir la casa. Así, las hermanas crecen junto a un pueblo de unos 200 habitantes en un ambiente relajado y cultivado de lo más envidiable, con espacio de sobra para imaginar e inventar y libertad para correr de aquí para allá. Me gusta muchísimo el tono de la historia porque hay un equilibrio muy bueno entre lo ideal y lo real que hace que no acabe siendo un recuerdo edulcorado de aquel tiempo.
Los padres de la autora crecieron cada uno en una casa a la sombra de un árbol enorme: en el caso de su padre, un haya centenaria; en el de su madre, un cedro majestuoso. Pero ninguna de esas casas sigue en manos de las familias, ambos han perdido el lugar en el que se criaron, “una desgracia muy común de la que uno difícilmente se recupera”. Yo recuerdo bien la casa de mi niñez, en una viña a las afueras de Jerez. Recuerdo el bosquecillo que tenía por jardín y las encinas enormes que crecían a su espalda. Tampoco está ya en manos de mi familia y eso hace que esta frase me guste especialmente: “En aquella tierra en la que ninguno de nuestros abuelos había vivido, echó raíces nuestra historia”. Con ella, al sentimiento de pérdida lo supera uno de comienzo, de nacimiento de algo nuevo, porque todas las historias empiezan en algún punto y ese punto, en el caso de la familia de Catherine, es esta casa en el campo. Y el jardín –con sus flores, sus plantas, sus árboles– es el hilo que los une a esas infancias a las que ya nunca podrán volver. Por eso lo primero que hace la madre de Catherine al llegar es plantar un rosal y unas aguileñas. El rosal viene de su casa y sus raíces llegan mucho más allá de su familia, hasta la civilización griega: “Este rosal me lo dio mi padre, heredado de su madre. Es una especie muy antigua, muy aromática: la centifolia. Los griegos ya la conocían”. Las aguileñas vienen de casa de su marido, al que los pétalos de esas flores le recuerdan al terciopelo del vestido que solía llevar su abuela.
Esta forma tan particular de entender el jardín como una serie de conexiones a las personas y los lugares que más nos importan me encanta. La madre de Catherine clasifica las plantas de una forma maravillosa en familiares, literarias y de calendario. El rosal y las aguileñas son familiares, naturalmente, y en la categoría de las literarias tenemos el rosal de Proust –del esqueje que trincaron cuando visitaron su casa en Illiers-Combray–, el de Montaigne –del rosal que escalaba por la torre que el escritor convirtió en biblioteca– y la higuera de Rabelais, que viene de un higo que cogieron en la acequia de la abadía de Mallezais. Este es el tipo de locurita que me conquista enseguida, igual que el ataque de indignación de la madre con Zola porque se inventa cuándo sale qué flor: “Este majara no sabe que los jacintos no florecen hasta después de marzo, que las adormideras salen en mayo y las caléndulas en abril. ¡Y se supone que pasa todo ‘al llegar el invierno‘!”. Verla metida entre los macizos de los jardines de las Tullerías, detrás del cartel en el que pone No pisar, haciéndose con los claveles de Pierre Loti terminó de enamorarme. Pero sin duda la idea más bonita de todo el cómic, que enlaza con esa sensación de continuidad a través del jardín, son los esquejes que la madre de Catherine tiene preparados en macetas con todas las variedades que ha ido plantando por si algún día sus hijas tienen que deshacerse de la casa.
Catherine termina de caer rendida al mundo de los jardines y las plantas en un viaje familiar al Louvre, siguiendo la máxima de que la literatura es la mejor guía de viajes (otra frase fantástica). Allí se queda fascinada con el follaje de los árboles de Corot, los bosquecillos de Fragonard, los arbustos de Watteau, la campiña de Poussin… El amor de la ilustradora por los jardines se refleja muy claramente en los dibujos en los que aparece algo de vegetación, que además de ser maravillosos, cálidos y antojables te dejan una sensación muy real. Cuando miro sus flores, concretamente, casi puedo sentir el aire fresco y oír el zumbido de los insectos bajo el sol. No sé si estoy transmitiendo bien lo muchísimo que me ha gustado Los grandes espacios, pero por si acaso: es estupendo, se me ocurren más de dos y más de tres personas a las que regalárselo y, si lo ven en cualquier lado, no pasen de largo, no hagan como hice yo: ábranlo, comprueben por sí mismos cuánta razón tengo y cómprenlo. Se van a alegrar una barbaridad.