Tras la comida, las horas de la contienda en los termómetros. Ciudad muerta. Castilla callada. Hay un silencio exclusivamente castellano, el de la siesta. Un día, que me asalta ahora la memoria, estalló el cielo en aguas, con esas gotas tan sucias del estío. Salí a mojarme a la calle. Solo eso. Bajo el aguacero. La ciudad se apagaba humeante, como el brasero tras el cubo de agua. Habíamos pasado tanto calor, tal vez era el 99, que aquellos mares que escupía el cielo nos bendecían más que nada. Quizá por eso nadie corría. Muy pocos se refugiaban en el paraguas. Creo que nunca paró de llover. Esa noche dormimos con los pulmones llenos del aroma de tormenta, ese pellizco dulce de la tierra recién regada. El sabor del paisaje tormentoso que nos embellece la vida.
A diario, al caer el sol, buscaba terrazas a la sombra, y nos citábamos en el de los Alamillos, en Colón, o en el de Santa María Magdalena, que mientras te sumergías en piscinas de cerveza, te emborrachabas de la belleza del templo. Amigos y horas buenas. Jóvenes, pero bien dispuestos. Aún soñábamos con cambiar el mundo, pero sin prisas. Hoy a duras penas negociamos con la posibilidad de cambiar nosotros, y con toda la dilación posible.
Delibes, Zorrilla y Celtas Cortos, como banda sonora y escrita para ilustrar la calma joven de aquellos días. Con la melancolía agazapada en enormes burbujas de felicidad. Quizá fue así cuando yo, como el Pedro de La sombra del ciprés es alargada, “me percaté entonces de que la alegría es un estado del alma y no una cualidad de las cosas; que las cosas en sí mismas no son alegres ni tristes, sino que se limitan a reflejar el tono con que nosotros las envolvemos”. Algo había oído antes.
Valladolid de noche era la resaca de un alto horno recién clausurado. Aún podías ponerte moreno mirando a su luna. En la mesilla, un Santo Tomás, para las madrugadas lúcidas. Un Pemán, sospecho que la historia contada con sencillez. Algo de Alfonso Ussía,(aquí puedes leer la entrevista con las recomendaciones de Ussía) para el solaz cerúleo de las piscinas. Y una pila de periódicos con sus promesas de no morir nunca. Ya no queda casi nadie de los rostros que entonces asomaban a su primera plana. Tampoco, a decir verdad, de aquellos chicos de las terrazas. Y como en el clásico de Celtas Cortos, los que hay, han cambiado. Hemos cambiado.
Era el paseo pucelano de cada tarde, besar la catedral, enterrar una oración. Fe sobria, palomas, y el destierro estival del chocolate con churros de la plaza. El café con Los renglones torcidos de Dios. Qué extraño y nítido es el recuerdo, a veces, de lo que hemos leído. Persiste mejor que el de lo que hemos reído. Y alguna tarde, si amainaba el infierno en el termómetro, vagabundeaba en busca de la calle Labradores, donde nació mi padre; que al fin la encontré, en el último suspiro de un verano, agazapada en las arrugas del callejero. Buscaba también entonces, por pura simpatía, la del Duque de Ribadeo; la broma pesada de recordar la tibia temperatura gallega de mis veranos, en los rigores de la canícula castellana que nos secaba, como las rosas entre los libros que nadie lee.
Aquel verano, sí, fue castellano y extraño. Poca salud y mucha vida. Los días literarios, al fin, emergieron de la adolescencia. Las letras tomaron la palabra entonces, y ya se quedaron. Tuvo algo de escuela para vivir, para morir. Tuvo algo, supongo, de escuela para escribir. Guardé libros. Guardé canciones. Guardé teléfonos. Guardé versos. Guardé fotografías en la memoria. Guardé amigos perdidos en el túnel del tiempo y los días. Aún laten algunas noches, cuando azuza el olvido, y el viento sopla deprimente. Lo guardé todo y por eso lo tengo aún, como piedras preciosas que no se escapan entre los dedos, cuando arrullo y tiento el río de los recuerdos de los días tempranos.