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Leer entre fogones

Establezcamos un principio: por muy best seller que sea, un libro de recetas no es literatura gastronómica. No en el sentido que nos ocupa hoy. El 1080 recetas de cocina de Simone Ortega (1972), presente en cada casa de la generación de mis padres, ha vendido más que el cupón de la ONCE, pero su finalidad es práctica: darle vidilla a la dieta del ciudadano urbanita medio. Era un regalo habitual para las recién casadas, como a mi madre le regaló mi abuela (ojo: su suegra, para más INRI) un juego de cacerolas, temerosa de que no alimentase bien a su hijo querido. Eran otros tiempos. Hoy los chefs televisivos son todos hombres y a mí, si me regalan un juego de cuchillos, no me molestaría nada; antes al contrario. Pruebe usted, sin embargo, a regalarle una Minipimer a su cónyuge femenino.

Hoy hablamos de esos libros sobre el buen yantar y el buen beber escritos con el fin de hacer buena literatura. O los pasajes gastronómicos presentes en otros géneros literarios. Hay algún ejemplo intermedio, como la «Oda al caldillo de congrio», en que Pablo Neruda hace una receta en verso y explica cómo preparar tan ingrato pescado, con su longitudinal abundancia de espinas. Aún así, el fin de ese poema era ser una oda más, una celebración, dentro de un poemario de múltiples temas. Que además enseñe cómo cocinar un plato es un subproducto, una derivada.

Qué hambre me está entrando

El poeta Joaquín Moreno Pedrosa me contó cómo de pequeño, cuando estaba leyendo un libro, siempre quería comer lo mismo que aparecía en la narración. Atreyu, en La Historia Interminable, se alimenta con «panecillos de semillas y leche fresca», y allá que se fue el futuro Premio Adonais a la cocina para pedirle a su madre semejante tentempié. Ella, atónita, le contestó que la leche del frigo más fresca no podía ser y que un pan de semillas no sabía qué era.

Pasarían muchos años hasta que los mercadonas y aldis ofrecieran su variedad de panes caros con mijitas encima. Cuando me contó esto el poeta, me sentí hermanado con él. Leyendo Sinuhe el egipcio, de Mika Waltari –estaba yo en E.G.B.–,la descripción del olor de las calles de Tebas, entre adobe húmedo y pescado frito, me hizo preguntarle a mi paciente madre cuándo íbamos a comer acedías y boquerones.

No digamos ya con El Hobbit y El Señor de los Anillos donde, más que la descripción de las viandas –muy variadas y, sobre todo, abundantes– es la actitud ante la mesa y el beber lo que te colocaba en una predisposición de ánimo expansiva y feliz. Además del fumar en pipa, claro. Tolkien es el culpable de que muchos hayamos fumado en pipa durante décadas. Esos hobbits de lanudos pies haciendo anillos de humo después de una copiosa cena transmiten tal paz que es imposible no querer imitarlos.

Escenas que nos abren el apetito, es decir, aperitivas, hay en toda la gran literatura. Cuando Lázaro de Tormes come las célebres uvas del engaño, gracias al hambre que se nos transmite desde la primera página, éstas nos resultan jugosas, carnales, edénicas. Igual que la manzana que muerde Willie, la rubia protagonista de Indiana Jones y el Templo Maldito, después de no comerse la cena a base de serpientes, cucarachas y sesos de mono. Hay un arte especial, una potencia expresiva, tanto en el autor del Lazarillo como en Spielberg, para que nos apetezca tanto una pieza de fruta. En el Quijote ocurre a veces, aunque sea subrayando la carencia y el hambre, como en el Lazarillo. En la descripción de las bodas de Camacho vemos morosidad y deleite de buen comensal (nada vegetariano, desde luego):

«Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa (en el molde corriente) de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro (un matadero entero) de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma, que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza, de diversos géneros, eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase».

Más sobre el Quijote y la gastronomía, aquí.

Hay un antecedente de este despliegue cervantino en el poema de Baltasar del Alcázar (1530-1606) titulado «La cena gozosa», y en que, si bien no desarrolla una receta como el del congrio de Neruda, recrea muy bien un ambiente de festín. Una de sus estrofas dice:

«La ensalada y salpicón
hizo fin: ¿qué viene ahora?
la morcilla, ¡oh gran señora,
digna de veneración!»

El cubano Lezama Lima, orondo comensal, describe en su Paradiso una cena que requiere Almax sólo para leerla. En las dickensianas aventuras del Club Pickwick, en todo Chesterton, hay un gusto por el disfrute sencillo de la mesa, el vino y la cerveza, que siempre nos sorprende a los españoles, teniendo en cuenta el bajo prestigio que la cocina inglesa tiene en nuestro país.

¿Quién no ha querido probar el jabalí, a pura dentellada, al ver a Obélix en un banquete de la aldea gala? Todos los álbumes de Astérix contienen regocijo en el yantar, pero quizá el que más lo hace es Astérix en Bélgica. Ocurre igual con los desayunos y las meriendas (five o’clock tea) con salchichas y compota de frambuesa de El Club de los Cinco, las aventuras infantiles escritas por Enid Blyton. Herederos de aquellas son los banquetes en el Gran Comedor de Hogwarts, fastuosos y mágicos, en la saga de Harry Potter, donde Ron Wesley devora el pastel de carne como sólo lo hace un hijo menor de familia numerosa y pobre (y padre funcionario).

Josep Pla, en El cuaderno gris y en Viaje a pie, entre otros libros,tiene muchas anotaciones sobre la dieta sencilla y rica de las masías, en párrafos que hacen salivar al lector. Su descripción del brillo del aceite de una lata de sardinas cayendo en el pan payés, o el recuento de los caracoles que se comía su abuelo, son de las páginas más logradas de su célebre diario.

Más avanzado el siglo XX, el detective Pepe Carvalho, nacido de la imaginación del novelista Manuel Vázquez Montalbán, va trufando sus pesquisas con recetas de cocina tradicional española, que le ayudan a relajarse en medio de los rompecabezas del crimen. Se publicó un tomo que las recopilaba: Las recetas de Carvalho.

A cada paso, en nuestra biblioteca nos encontramos páginas que nos incitan a visitar el frigo o la alacena. Aunque hay que resistir la tentación y seguir leyendo.

Libros para comérselos

La otra categoría son los libros gastronómicos en su concepción. Hay grandes títulos que recomendar, pero me gustaría empezar por lo más reciente. En concreto, por Comimos y bebimos. Notas de gastronomía y vida de Ignacio Peyró. Escribe Peyró como los ángeles, pero el grado de poesía más alto lo alcanza su prosa cuando habla de un restaurante añorado, de un vino deseado, de un ave de temporada. Además, hay oro debajo del estilo reluciente: «consciente del pie de página que ha representado la literatura gastronómica, como escritor, la cocina me interesa para hablar de la vida y de los afectos», dice en el prólogo. Hace honor a esa máxima en un libro emocionante, cordial.

Álvaro Cunqueiro, en La cocina cristiana de occidente, miscelánea de artículos publicada en 1969, manifiesta su conservadurismo gastronómico décadas antes de las esferificaciones y reducciones: «No innovéis, hermanos, en cocina, porque corréis el riesgo de mezclar. Mixto y pisto en cocina son pecados mortales. Ateneos a la Patrística y así como no mezcláis los vinos, respetad la pureza del hallazgo antiguo y, si en vuestro fogón, un dichoso día se produce el milagro, antes de publicar la nueva receta, provocad proceso de canonización y que el más fino y difícil paladar de entre vosotros sea el abogado del diablo. Y vaya y venga siete veces el tomo del caño al coro y del coro al caño sin error, antes de que se pueda decir a los huéspedes: esta es la flor».

Por último, un par de obras contemporáneas que ponen un pie en el terreno de lo lúbrico, aunque sea levemente. Laura Esquivel, en Como agua para chocolate, reivindica la devoción por la repostería, con gotas sutiles de sensualidad. Igual que Isabel Allende, que en Afrodita muestra el aspecto hedónico de la cocina, el imperio de los sentidos en todas las direcciones del placer, desde las papilas gustativas hasta las glándulas sexuales. A nadie le amarga un dulce.

Es este, querido lector, el tipo de artículo que nunca termina y que siempre disgusta: «¿Y cómo no ha incluido usted tal o cual libro?». Como estamos todos conectados, puede usted comentar en las redes sociales, reprocharme mis imperdonables omisiones y de paso recomendarnos ese título. Mientras tanto, yo voy terminando ya, que tengo unos espárragos en el horno y hay que sacar el cava de la nevera. No nos olvidemos tampoco de bendecir la mesa. ¡Bon apetit!

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