Miguel Ángel Hernández es escritor y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Ha sido director del CENDEAC, Research Fellow del Clark Art Institute (Williamstown, Massachusetts) y Society Fellow de la Society for the Humanities (Cornell University). Entre sus ensayos destacan La so(m)bra de lo real y recientemente El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo, un breve y lúcido ensayo sobre la siesta. Hernández es también autor de las novelas Intento de escapada (Anagrama). El instante de peligro (finalista del XXXIII Premio Herralde de Novela) y El dolor de los demás. Miguel Ángel Hernández me abrió las puertas de su casa. Hablamos y recorrimos los espacios, ambientes y objetos que interactúan con nosotros diariamente, desarrollan nuestra vida profesional, contribuyen a nuestra confortabilidad y nos hacen sentirnos seguros en la rutina. Toda una reivindicación del hogar, ese espacio vital en el que marcamos nuestra identidad.
“Hay hechos en nuestra vida que marcan el fin de una época y el comienzo de otra. Un volver a empezar. Cambio de domicilio, de cerradura, poner el gas, las luces, las cintas de las persianas. Hacerlo todo de nuevo. Parece que las cosas se reproducen y vuelven a nacer”.
Así describía Miguel Ángel Hernández la mudanza a su nuevo hogar en su Diario de escritura. “La ilusión del futuro que comienza se entrecruza con el pasado que se resiste a marchar”, añadía. Esas cosas que parece se reproducen: “Algunas se te habían olvidado. Y con ellas regresan también muchos momentos esquinados en la memoria. El viaje a Egipto, los días en el Colegio de España en París, el primer mes en Nueva York… Limpiar la casa es también desempolvar el pasado. Vives estos días en un presente denso y extraño”. Cambiar de casa es la mejor forma de ser crítico literario, leí una vez, “probablemente, entonces, seré muy mal crítico literario porque no me gusta desprenderme de los libros, me duele en el alma… y luego te dices “si están ahí y no utilizas la mayoría”, pero te acompañan, necesito que merodeen”.
Miguel Ángel Hernández, autor de El instante de peligro, que resultó finalista del Premio Herralde 2015; El dolor de los demás o Intento de escapada, entre otros, me abre amablemente las puertas de su casa. Se encuentra en plena mudanza y aún atareado sacando libros de las cajas. “Desde siempre había tenido la ilusión de vivir en Murcia capital; de hecho, en El dolor de los demás me refiero en un fragmento a ello recordando cuando le decían a mi madre “¡te ha salido un señorito de la capital!”. Cree que en su cabeza siempre rondaba la idea de salir de allí, “que estaba angustiado, que era un infierno,… pero, ahora, me he dado cuenta de que me lo pasé muy bien y que lo que soy hoy tiene que ver con estar mucho tiempo subido a un árbol sin hacer nada, más que mirar a mi amigo o corriendo detrás de los perros, o escondido en las acequias, o volando cometas o montando en bicicleta”, contaba en La Verdad. En su nueva casa se siente a gusto, “lo tienes todo cerca: la Universidad, la Escuela de Escritura Creativa Club Renacimiento, ¡y al lado de Mercadona, qué más puedes pedir!”. Está hecho un urbanita, “soy muy de observar, de mirar. Era un huertano raro, observaba pero con distancia. Ahora, salgo a la calle, observo a la gente y con eso ya me entretengo. Ver a la gente en el aeropuerto, por ejemplo, me fascina (antes de la pandemia, claro). Eso es narrativa. Estás viendo historias constantemente. A la huerta le faltaba ese ingrediente. La soledad es necesaria para construir una personalidad, pero la vida necesita gente.
Mientras cada objeto, cada libro, va encontrando su rincón poco a poco, la vivienda cobra vida con el escenario tras la ventana. Muy céntrica, pero deliciosamente sin ruidos. No se escucha nada en la calle, tan sólo un poco el jaleo del colegio de enfrente que, a la hora de comer, se llena de chiquillos con hambre y mucho griterío. “Para poder mudarme al centro, entre otras cosas, he tenido que desprenderme de la casa de la huerta, lo único que mis padres me dejaron en herencia”. Eso sí, con mucha luz, aunque la ventana no es donde dirige su mirada a la hora de escribir, sino a la gran estantería forrada de libros de arriba a abajo frente a su mesa: “A mí me encierran en un lugar pequeño, solo con libros, y me adapto perfectamente”. Es como si los libros amortiguasen la escritura: “Las estanterías están llenas de libros, es contaminación de la buena. La literatura creo que opera también por contagio, con experiencias, y también con obras y con autores”. De hecho, no pudo escribir nada hasta que no tuvo todos los libros alrededor, “es como si en tu cabeza estuvieses deseando formar parte de esa librería, de esa biblioteca que tienes enfrente”.
Está completamente de acuerdo con aquello de Yourcenar, ‘una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca’: “Para mí una librería es como estar en una fiesta, son mis compañeros, mis amigos de fiesta. Sin esa fiesta no puedo escribir”. Hablamos de ese pasaje del libro de Kallifatides: “La escritura está, sí, dentro de nuestra cabeza, pero también alrededor de nosotros, en las paredes y en los muebles, en el olor a café, en la luz de la lámpara. En días benditos todo es escritura, y en días malditos nada lo es”. Y este lugar, efectivamente, sí escribe. Le recuerdo que Hemingway, ¡salvando las distancias!, requería soledad, concentración para escribir… “sí, necesito silencio, necesito que no me moleste nadie y tener claro que nadie me va a molestar, que no me van a llamar, que no tengo que salir a algo. Necesito que mentalmente no se vaya a interrumpir una historia”. Es conveniente no saltarse una rutina que no falla nunca: “Si escribes de noche, deja en barbecho la escritura. El secreto está más en la corrección que en la escritura. Se escribe más borrando que escribiendo. Yo necesito darle vueltas y vueltas y vueltas… Al día siguiente es necesario corregir tras dejarlo reposar. Las cosas no salen a la primera nunca”.
Compañeros de escritura
“Esta mesa me gustó porque es muy grande. Es la misma que tenía en la anterior casa. Casi como de oficina. No me gustan limpias, vacías. Es útil, práctica y sin adornos que despisten del trabajo. Este espacio es como un campo de batalla y me permite tener muchas cosas: libros, ordenador, materiales, lápices, cuadernos, plumas…”. Escribe a mano y a máquina.
Las primeras versiones en cuaderno, tiene uno de notas y otro con el manuscrito, “y luego lo voy pasando al ordenador”. Ahí es un poco maniático, siempre con un tipo de fuente concreto, “con Adobe Caslon, que es como realmente aparece en el libro. Mientras vas escribiendo estás viendo la página tal y como saldrá editada, es una manera de ir adelantando lo que va a ver el lector”. Y atentos al sillón, ergonómico, “el de siempre, más de diez años lleva conmigo. Todas las novelas las he escrito en este sillón”. Y, sí, suele utilizar un corcho en la pared para ir trazando la guía de su nueva novela: “Soy muy de ponerme una especie de mapa de la novela sobre este corcho. Es necesario hacer la guía. Otras veces lo hago con tarjetitas que tiro por el suelo, pero también me lo facilita el ordenador con un programa, Scrivener, que duplica esa idea del mapa sobre el corcho en mi pantalla”.
Sobre el tema de leer
“En la cama nunca. En la cama, dormir”. Y una buena costumbre, la siesta, a la que ha dedicado recientemente un ensayo El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo (Cuadernos Anagrama): “Un libro que comenzó con una broma en Twitter, un tuit espontáneo sobre el placer de la siesta”. No le dio importancia hasta que, un mes después, escribió otro y vio que la cosa iba creciendo entre sus seguidores y ya pasó a costumbre. ¿¡Quién no se identifica con una placentera siesta!? Si Truman Capote exigía que una casa tenía que tener dos cosas fundamentales: algo bonito y rincones especiales, sus rincones especiales son el sillón negro para leer de su despacho, “el sillón de Matrix” y el sofá en el salón, rincones para estar tranquilos, en paz. Le gusta pasar su tiempo libre leyendo o contemplando la ciudad que se expone ante sus ojos desde el ventanal, rincones de esos que cuando estás perdido saben que te encontrarán allí.
En el lugar donde ser uno mismo y en el que pasaremos la mayor parte de nuestro tiempo, no es tarea fácil encontrar el equilibrio entre objetos y espacio. Un piso pequeño, pero grande en vida y proyectos. Lo ha conseguido: “Miro. Lo absorbo. Temprano llega el operario del gas. Por la tarde, os ponen internet y televisión. Ya hay wifi en la nueva casa, ya es hogar”. Si el interiorista Pascua Ortega decía que una vivienda bien decorada es “la que no está decorada. Esa no es la palabra. Tiene que tener alma y debe funcionar. Que sea cómoda, atractiva. Que tenga las suficientes pistas que revelen al que vive allí”, Hernández entró a tiempo a inaugurar la casa con una pequeña siesta. Eso sí, avisa, “no me gusta ni invitar y menos aún ir a casas, me gusta quedar en los bares, en la calle”, cuando los bares abrían en tiempos prepandémicos. Y más detalles: qué importantes las paredes y lo que contienen, una correspondencia entre el espacio físico y el espacio vital. Supo que ahí se quedaba, que esa era su casa, “cuando la casa ya escribía, cuando me puse a escribir y salieron cosas. Esa es la idea, por qué unos espacios escriben tan pronto y otros, por lo que sea, no. Por ejemplo, en el despacho de la Universidad no escribo. Es como si necesitaras algo intangible”.
Dentro de esa densidad de objetos, de libros colocados sobre una mesa aquí y otra allá y ordenados en las estanterías, todo parece estudiado por alguien meticuloso que sin mostrarlo parece obsesionado ¿con las luces, tal vez? Le recuerdo que Derrida escribía con luz artificial, “y yo casi bajo la persiana aunque fuera luzca un sol maravilloso. Necesito no saber que está pasando el día porque en numerosas ocasiones escribo a deshoras. Necesito que las condiciones de escritura sean las mismas, con independencia de la luz que haya”. David Trueba decía que las bibliotecas son siempre un accidente y un resultado de una obsesión: “En mí es más obsesión que accidente”. En el lugar de escritura sólo se rodea de Ensayo. La biblioteca está ordenada por temas: Historia, cultura visual, Psicoanálisis, Filosofía. “Si alguien observa estos libros pensará que es más una radiografía de mi mente”. Las novelas están en otras habitaciones: salón y dormitorio, ordenadas alfabéticamente, salvo las editoriales grandes: Anagrama, Seix Barral, Tusquets… “¿Con qué se sorprendería la gente si echara un vistazo? Creo que encontrando libros sobre de ovnis, de espíritus y de New Age. Me gustan las historias de terror”.
Su casa se va haciendo sin pautas, casi sola. Veo que le gusta subrayar y doblar esquinas en los libros, “que estén usados. La vida y la literatura, en el fondo, creo que son la misma cosa. Tú vives experiencias, afectos, amores, batallas en los libros, pero realmente las vives como las experimentas, como si las estuvieras viviendo. No es tan diferente vivir y leer. Intento mostrar esto, que no hay separación entre vida y literatura”.
Sobre la nostalgia
Si esperan fotografías familiares y recuerdos de otra vida, olvídense. El único espacio que acoge, quizá, los detalles más significativos es el recibidor. No es asunto baladí, el recibidor es la estancia destinada a darnos la bienvenida. Es lo primero que vemos al entrar a casa y dice mucho de nosotros. El de Miguel Ángel Hernández con un mobiliario sencillo. Siempre un acierto. Como una declaración de intenciones, ubica los premios: entre otros, premio Ciudad de Alcalá que ganó con Intento de escapada; finalista del premio Herralde de novela por Instante de peligro. Y algo muy especial, un cuadro con la portada de Instante de peligro, obra de Tatiana Abellán y sus amantes velados, “es una fotografía del siglo XIX y el marco está barnizado con su propia sangre” (de Tatiana, aclaro)
La obra de Tatiana Abellán merece atención: aparece en Instante de peligro a propósito de una artista llamada Anna Morelli. Las obras que hace Morelli son las obras de la artista murciana Tatiana Abellán. “Tatiana trabaja con fotografías familiares o del pasado que permanecen olvidadas mediante la ambrotipia”. Me lo explicaba la propia Tatiana: “Mi procedimiento fotográfico favorito. Me fascina el hecho de que una fotografía sobre cristal pueda ser un positivo directo que se convierta en negativo al colocarlo sobre un fondo blanco. Me encanta poder hacer desaparecer cosas. Como artista, borro fotos para enfrentarme a la fragilidad de la memoria para cuestionarme mi propia existencia, para detener el tiempo”. Parece complicado, pero el resultado es una maravilla. La obra que utilizó en la novela se llama “Fuisteis yo” y era ese intento de recordar a través de la memoria de los demás.
Libros destacados
Encuentro joyas como un libro firmado por Paul Auster, “un detallazo de una amiga mía. Auster daba un recital en la Biblioteca Pública de Nueva York y mi amiga, sin dudarlo, se acercó a él para que me lo dedicara”. Otro libro muy especial, El bebedor de lágrimas (Ahora Ediciones), un poema de Miguel Ángel Hernández. El libro resultó ganador de la primera edición del Premio Lázaro Galdiano, un galardón instituido por el Gobierno de Navarra que reconoce la calidad en la edición de libros y de investigaciones de arte. La obra está ilustrada por Javier Pérez, con 20 serigrafías originales. Es la primera vez de Hernández en la poesía. Un poema en prosa, la historia de un hombre que recoge y después bebe las lágrimas, que ve emerger cada noche en el rostro de su amada dormida. Intenta mostrar la posibilidad de la “con-dolencia”. Y, si hablamos de poesía, Hernández guarda en un lugar destacado El hundimiento, de Manuel Vilas (Colección Visor de Poesía): “Es su mejor libro. Te hace detenerte en cada verso, volver a leerlo para degustarlo. Vilas trabaja la poesía. Extrae poesía en cada cosa. Escribir consiste en eso, ver los ángulos que no se ven habitualmente como con la fotografia o la pintura. Ver las cosas de modo diferente, más allá de la utilización. Cuando bebemos un vaso de agua es diferente a cuando lo miramos, la literatura es ver el mundo en su complejidad”
No conserva de la niñez ningún libro porque no compraba, “los sacaba de la biblioteca. Comencé a comprar de adolescente”. La nostalgia es inevitable, “como es necesario beber o dormir. La nostalgia es una emoción muy productiva cuando te hace avanzar y negativa cuando te quedas anclado en ese lugar. Decía Walter Benjamin, ‘siempre recordamos la felicidad o pensamos la felicidad en el aire que respiramos. Siempre pensamos que la felicidad está en ese momento que queremos recuperar. Eso debería ser la energía para construir otro momento de felicidad. La felicidad se construye en el presente. Y el pasado es como el repositorio de esa fuerza de cambio, como una energía para mover el presente. La nostalgia que es productiva sí me interesa”. Porque lo sabe bien, la vida no tiene rewind, no hay segunda temporada como en las series de televisión.
La música
“El piano es desconexión y una frustración. Quise ser músico y no me salió”. Quienes le sigan en Instagram habrán comprobado que se defiende muy bien ante el piano electrónico, un Clavia Nord. Con auriculares, “soy consciente de que los vecinos no tienen la obligación de escucharme tocar y me los pongo para no molestar”. Me explica que la música y la escritura tienen mucho en común. A la hora de escribir hay momentos en que su escritura necesita música como jazz o piano, “nunca música con letra cuando estás, sobre todo, con el tono o con el estilo. Puedo escuchar música porque la misma escritura tiene que ser musical y tiene que sonar en tu cabeza. Son como dos músicas que se sincronizan”. Se rodea de música clásica, o Michael Nyman, “Big my secret” o Wim Mertens, pero también grupos como Viva Suecia: “Las letras de Rafa Val precisamente tienen algo que es literatura en el sentido de que con dos frases dice algo para lo que se requieren muchos ríos de tinta para expresarlo. Hay conexiones entre música y literatura, claro, la música y la canción son, en última instancia, poesía”.