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La constatación de un desierto

En el campo, el año termina sin el ruido de la civilización. El viejo camino no lleva viajeros ni paseantes. Hay remolinos de hojas en la falda de los muros de la granja, el viento del sur ensucia el ambiente e inquieta a las bestias. El temblor de las farolas de luz amarilla, y el brillo cauteloso de los ojos de los gatos entre los matorrales. Tres días sin nadie en el horizonte. Los graznidos de las urracas con la primera y la última luz del día. Revolotean con ansiedad. Como si se les echara encima enero otra vez, sin haber podido hacer todo lo que se habían propuesto. Son el nervio de un espanto en este atardecer sin luna. En su locura, no permiten ni acercarse a la puerta de casa a los gorriones. Los árboles, desnudísimos, dejan en esta época a la vista algunos nidos, como una muchacha que muestra la exactitud de una liga, levantándose tibiamente el vestido. La noche rural, de este diciembre agonizante, no es una despedida con pañuelos agitándose en los vagones, sino la constatación de un desierto de soledades. Estar aquí es solo el privilegio de un forense del tiempo y la memoria.

“¡Subió hace un año esta noche! / ¡lo recuerdo muy bien!”, recito al viento, caminando entre los pastos bajo el aire viciado del temporal, “¡ascendió ante nosotros / hacia nuevos semblantes” y “no dijo nada de volver”. Hay en los versos elegíacos y tempraneros de Emily Dickinson una señal del tiempo, del año, que se va por el sumidero de la Historia. Y es verdad. El almanaque saliente no prometía, y no prometió. Lloraremos bien poco su partida, sospecho, y menos aún su encuentro frente a frente con el averno.

Hace unas tardes, donde los rosales resisten la galerna, como la última estaca de la primavera señalando la cota de la nevada, me entregué un rato a la desolación inabarcable de La Carretera. Estábamos allí este año, en la carretera, entre las penurias de la pluma de Cormac McCarthy y las noticias de portada de los penosos diarios: “Decía que los sueños correctos para un hombre en peligro eran sueños de peligro y que lo demás era solo una llamada de la languidez y de la muerte”. Soñar con huir a todas horas de una muerte dolorosa o humillante, algo que diferencia a un año cualquiera de todos los hombres. Así, “pensó que si vivía lo suficiente el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria”. No habrá después más que un punto de luz al alba y una inmensa duda.

En el camino al robledal, no son horas, más minutos viendo la cara hostil de lo salvaje. Los golpes secos de las ramas desnudas, arterias blancas, carreteras de claridad en un cielo negrísimo, bosquejos de la antesala de la locura. La sinrazón, el mal dormir, y el frío. El devenir de un mal paso. Y, en un gesto maquinal, rozo unas notas en el bolsillo. Papel rugoso y amarilleado. Y la invasión de una extrañísima clarividencia. Volver a casa, reavivar la lumbre, y escuchar en la penumbra la demencia de los vientos sureños al borde de este mar del norte. Cerrados los ojos, un instante.

Sentir ahora, entre los mares de la soledad, la cogulla blanca de lana cruda. Y volver a la obra transformadora de San Rafael Arnaiz, cima del santoral de la belleza. Los padecimientos y consuelos de la santidad cercanísima, de un viaje inconcluso del retiro al mundanal y vuelta a La Trapa. Entender, a veces, que Dios sabe, y que sabe Dios. Los años, tan sinuosos como los caminos, las vidas, el capricho de una Providencia.

“Nuestra paz en el mundo aumenta a medida que aumenta nuestro silencio”, escribe el Hermano Rafael, el mismo que acalla la mayor tribulación en palabras con ambición de epitafio, dictadas por su dolido corazón: “Ni del mundo, ni del hombre esperes nada… sólo Dios”. No sabría escribirlo, pero ya es diferente el calor de esta chimenea, con sus obras completas entre manos. E indiferente la cara amarga del último temporal del año al otro lado de la ventana. Que, después de todo, será cierto aquello que escribió el santo en la extrema contradicción de su enfermedad en San Isidro de Dueñas: “por el alma silenciosa navegan los pensamientos de Dios”. Y afloran los consuelos.

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