Una caña rápida. Está la tarde queda y plomiza. El sol pierde el combate del día, pero arroja los últimos fuegos anaranjados sobre la terraza, fútil reivindicación del mes de julio a la hora en que se desperezan los dondiegos. Espíritus abatidos, en cuerpos tostadísimos, arrastran los pies por la acera. Peregrinación multicolor de chanclas, flotadores, y pareos. La cena sin hacer. Los niños sin bañar. Aroma a protector solar. Es el regreso tardío de la playa. La hora de la nada.
Un geranio, rojo como los labios de Marilyn Monroe, bebe luz por última vez antes de la noche, presidiendo el bullicio de la plaza. Unos chicos, destartalados como su madurez, hacen apuestas deportivas sin levantar los ojos de la pantalla; quizá haya formas más dañinas de regalar a la inteligencia artificial los años que nunca vuelven. Un viejo lee la prensa deportiva con un té. La lee de verdad. Letra a letra. Como si fuera un Quijote y no el Marca. Y dos yuppies noventeros venden su alma a los licores accidentales, y hablan de chicas que no existen, mintiendo sobre cosas que no pasaron, para impresionar a amigos que nunca lo fueron. Ni siquiera conocen, me temo, los versos de Gil de Biedma para amortiguar la triste hora del desengaño.
Dos o tres mesas vacías. Y al fondo de la terracita está ella. Bebe vino, gélido albariño. Si llega a los treinta será de incógnito. El pelo oscuro vagamente ondulado, tal vez la salitre. Y la sonrisa misteriosa, silente, y dulce. Unos ojos grandes y oscuros, llenos de ganas de querer, brillantes aún de vida. Y el vestido arena hasta sus pies, donde tan solo unas flores alegran la larga talla. Ni una concesión al mal gusto, ni una concesión estética a las ganas de volver a casa acompañada. La sencillez del colgante, la juventud de las pulseras, y la piel lisa y morena, virgen de esos groseros tatuajes. El finísimo reloj, el destello de la limpieza, y el modo tan frugal de estar en la vida. España, algunas veces.
Que no está todo perdido, lo supe ahí, al levantarme a por otra caña, que no pude evitar una mirada furtiva a su elegancia al rebasar la esquina de la mesa, y entrever sus quehaceres: su sonrisa es la esperanza de una generación, o al menos eso pensé, al descubrir que, entre sus manos delicadísimas, sostenía a Camba, La rana viajera. Con sencilla rutina, al caer la tarde marinera, en la terraza del barrio, una joven, todo elegancia y sueños, leyendo a Julio Camba. Quizá por entonces, la chica ya habría descubierto que “la mujer constituirá siempre para nosotros lo más importante de todo”. No lo sé. Pero qué más da; hay algo extraordinariamente seductor en una joven de hoy que lee un libro, bueno y olvidado, en la terraza de un bar, a esta hora en que lo grosero se ha vuelto espectro, saliendo entre maldiciones de los arenales.
Conozco bien, además, esa sonrisa. Hay autores que la dibujan así. Ocurre con Chesterton, claro, y es inevitable. Por mal que vaya al día, es la lectura feliz, el tiempo detenido, la desinfección de toda la costra vírica que nos contagia la modernidad. Sin aspaviento, con la letra de un niño. También despierta la alegre mueca la lectura de Julio Camba, que parece sobrevolar cuando apunta, que parece abrazar cuando apuñala, que casi siempre ríe porque podría ser peor. Hay algo de un juego infantil en su literatura, como la hay en el Pla de Viaje en autobús, donde mueve incluso al solaz cuando planea urdir vientos de melancolía, o en Humor honesto y vago, donde ofrece, a propósito, una sincera definición del Madrid de los cafés: “Madrid, en ese sentido, es un verdadero oasis, la ciudad que vive la vida que más le place con auténtica espontaneidad”.
Hoy, mientras apuro estas líneas mojadas en espuma de cerveza, sueño que el Madrid de Pla es esta bella mujer, que vive también la vida que más le place con auténtica espontaneidad. Contemplándola, se confirman las mejores sospechas: ya no hay nada más rebelde y apasionante que la normalidad.