En 2022 se cumplió un siglo del nacimiento de Jack Kerouac, y en su ciudad natal, Lowell, en el estado de Massachussets, se organizaron muchos actos para conmemorarlo. Entre las lecturas de sus obras, conferencias, documentales sobre su vida y demás actividades esperables, llama la atención que se señale en la web del centenario que la colección de otoño Dior Homme (con enlace a la revista Vogue) está inspirada en Kerouac, su libro En el camino «y el estilo de la generación Beat». Si Kerouac levantara la cabeza le daba un pasmo. Es un ejemplo de la incomprensión con que se encontró a partir del momento en que alcanzó la fama, de un día para otro, que no pudo soportar, y que lo llevó a la muerte a la edad de 47 años.
Hay un vídeo de siete minutos, de 1959, en que aparece Kerouac en el icónico Tonight Show con su primer presentador, Steve Allen. Cuando sale al plató, Kerouac es un hombre tímido, que baja la cabeza, rehúye la mirada, habla como escondiéndose. Hay que pedirle que repita: «¿Cuánto tardaste en escribir el libro?» «Tres sbs». ¿Cómo? » «Tres semanas». «Cuánto tiempo estuviste en el camino?» «Siete años». Pero entonces Allen le propone que lea de su libro, mientras el propio presentador lo acompaña con un blues al piano. En apenas unos segundos, Kerouac se transforma. A medida que lee, se va enderezando, levanta la cabeza, alza la voz, habla con claridad y se convierte en un hombre seguro de sí mismo, fuerte, decidido.
Cuentan quienes lo conocieron que su vida estaba llena de contradicciones. Sus padres eran franco-canadienses que habían emigrado a los Estados Unidos. En casa se hablaba francés, y Jack no aprendió inglés hasta que fue al colegio. Siempre se aferró a los valores conservadores aprendidos en casa: el catolicismo, y el patriotismo de una familia agradecida al país que la acogió. La muerte de su hermano mayor, aún niño, lo marcó para siempre.
Imagino que Kerouac no habría escrito En el camino de no haber nacido en el extremo oriental del continente americano. Sus lecturas de Walt Whitman, Jack London, Mark Twain o Thomas Wolfe inspiraron en él un deseo de seguir la gran tradición americana de la búsqueda de la frontera; en alguno de sus recorridos, su fijación era San Francisco, que luego describiría como «la tristeza del fin del mundo». Ese anhelo del horizonte encontró eco en sus amistades universitarias, y ahí empezó una serie de viajes a todo lo ancho del país, sin otro objetivo que tirar hacia delante a ver qué había más allá. Se pasaban el verano en la carretera, sin apenas dinero, a la aventura, y luego volvían en otoño a las clases, y, en el caso de Kerouac, a casa de su madre. Y desde siempre, escribía. Realizó distintas pruebas con En el camino a lo largo de los años, pero no conseguía cuajarlo; hasta que por fin, en la primavera de 1951, se le ocurrió ponerse a escribir literalmente sin parar. Confeccionó un rollo de papel continuo, se pertrechó de sopa, café y anfetaminas y se sentó delante de la máquina de escribir. Tres semanas y cuarenta metros de papel más tarde, terminó el primer borrador de En el camino.
Contaba su editor que Kerouac se presentó con algo debajo del brazo que parecía un rollo de papel de cocina. Subió al despacho y lo desplegó de un tirón. Dijo que ese manuscrito se lo había dictado el Espíritu Santo, que no lo tocaba nadie; así ha sido. Se conserva como uno de los manuscritos más singulares de la literatura americana, y como reflejo de un proceso de creación seguramente inaudito. La obra de Kerouac (sus novelas y poesía) se ha comparado con el jazz; él mismo decía que quería escribir como tocaba Charlie Parker. Aquella primera versión, escrita a un espacio, no tenía cortes de ningún tipo, ni párrafos ni capítulos. También se ha comparado la obra con las vivencias que la inspiraron: Kerouac escribe como quien conduce a toda velocidad por las carreteras rectas, infinitas, de las grandes extensiones americanas. Es un monólogo interior, donde la dirección está siempre a la vista; pero no es una simple descripción de personas y lugares, sino que se detiene a reflexionar sobre mil cosas a cuenta de ellos.
En el camino tardó en publicarse seis años; fue en septiembre de 1957. El crítico del New York Times escribió que se trataba de «un acontecimiento histórico, hasta donde pueda tener importancia el descubrimiento de una auténtica obra de arte en una época en que la atención está fragmentada y las sensibilidades, adormecidas por los superlativos de la moda… Es la expresión más bellamente ejecutada, más clara y más importante hasta el momento de la generación que el propio Kerouac bautizó hace años como ‘Beat’, y cuyo principal avatar es él».
En el instante en que se publica esto, empieza la pesadilla de Jack Kerouac. De repente lo aclaman como la voz de una generación, la generación Beat, término que juega con la polisemia: es el latido del corazón, el ritmo de la música y el que ha de seguir el galeote; pero también es la persona machacada por la vida, y además recuerda lo beatífico. Kerouac, sin proponérselo, ha escrito un libro zeitgeist, un libro que encarna el espíritu americano del tiempo posterior a la Segunda Guerra Mundial, al que la cultura popular ha puesto el rostro de Elvis Presley, James Dean o Marlon Brando. Influiría en generaciones de artistas, escritores y músicos, con su prosa fresca, viva, desordenada, nueva, y su franqueza en torno al sexo, las drogas y los anhelos espirituales.
Para colmo, Kerouac era guapo y atractivo, y se convirtió en el primer autor celebridad de la era televisiva. Los públicos se lo comían. Y él estaba cada vez más triste. Sus valores tradicionales daban igual: fue el abanderado a su pesar de todo el movimiento juvenil de los años sesenta con todos sus excesos, el padre de los hippies. Dicen quienes lo conocieron que no buscaba una libertad irresponsable, sino libertad para crear. Era «anticuado», y jamás comulgó con el antipatriotismo que nació entonces; más bien se indignaba con aquella ira contra todo lo establecido. Los periodistas se aburrían cuando intentaba explicar que era un «extraño místico loco católico y solitario», que no habría podido escribir tanto si no viviese una vida monástica junto a su madre. Se mudó a Florida y se dio cada vez más a la bebida; llegó a confesarle a un amigo que, por ser católico convencido, no podía suicidarse. Pero el alcohol acabó con su vida en 1969.
No fue En el camino su única obra. Kerouac escribió más de una docena de novelas, todas muy autobiográficas, además de mucha poesía y ensayo. Ahora caigo en la cuenta de que, dedicando tanto espacio sólo a la obra más famosa, he pecado contra Kerouac yo también. Era inevitable.
En el borrador original de En el camino se lee el siguiente fragmento, que en la edición definitiva se acortó. Es una pequeñísima muestra de la prosa distinta y original de Jack Kerouac, un estilo que no es fácil, pero que, si lo reservamos para el momento adecuado, merece la pena. Me atrevo a aventurar que lo recomendable es leerlo seguido, como él lo escribió, sin pararnos a pensar, y dejar que deposite en nosotros su poso.
Dijo mi madre una vez que el mundo jamás encontraría la paz hasta que los hombres cayeran a los pies de las mujeres y pidieran perdón. Esto es verdad en el mundo entero, en las junglas de México, en las callejuelas de Shanghái, en los bares de copas de Nueva York, los maridos se emborrachan mientras las mujeres se quedan en casa con los hijos de su futuro cada vez más negro. Si estos hombres paran la máquina y se van a casa y se ponen de rodillas y piden perdón y las mujeres los bendicen la paz descenderá de repente sobre la tierra con un gran silencio como el silencio inherente del apocalipsis.