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Huir de Dios, perseguir a Dios

De Graham Greene se puede hablar sin referirse a Shūsaku Endō; en cambio, hablar de Endō sin que comparezca Greene, siendo técnicamente posible, no hay constancia de que jamás haya sucedido. Es un poco como lo de Bioy Casares, al que incluso en su casa llamarían “Bioy, el amigo de Borges”. 

Y con Endō y Greene resulta comprensible porque, en primer lugar, el inglés era mayor y apadrinó al japonés de cara al lector occidental; segundo, porque ambos fueron católicos, rugosos y poco ejemplares, pero católicos hasta en su forma de pecar. Y tercero y más importante, porque la obra maestra de Endō, Silencio (1966), es hija directa de El poder y la gloria (1940), en mi opinión, la obra maestra de Greene.

 

 

Ambas novelas acompañan el periplo de un sacerdote en tierra de persecución: uno en el Méjico de las Guerras Cristeras, el otro en el Japón del siglo XVII. Los dos protagonistas siguen un recorrido pasional en el que aparecen personajes equivalentes: el apóstata, el perseguidor, el traidor…

Eso no quiere decir que lo de Endō sea un refrito, tampoco un eco, sino una contestación, la propuesta de un diálogo de solo dos intervenciones y con 26 años de diferencia entre una y otra. Al sobreponer ambas historias se comprueba que la silueta es prácticamente la misma, aunque con una pequeña desviación, un matiz que, desde su aparente levedad, impulsa a cada novela por caminos sutilmente opuestos. Y la paradoja es intencionada.

Tanto el padre José como el padre Rodrigues, se ha dicho, están en movimiento en una tierra donde son perseguidos por las autoridades debido a su religión y ministerio. Bien. Pero los movimientos, aunque puedan parecer idénticos desde la distancia, responden a motivaciones muy distintas: José huye, Rodrigues busca. Y no buscan o huyen del martirio, aunque también, sino de la Voluntad de Dios.

El drama de José a ese respecto es que conoce exactamente cuál es la Voluntad divina, pero habría preferido no hacerlo porque no está dispuesto a cumplirla. Se da por condenado y rechaza la grandeza a la que Dios obliga. No tiene un problema de discernimiento. Da la espalda conscientemente a la verdad y eso acaba por entregarlo en manos de la desesperación: “A diferencia de él, la perra conservaba una especie de esperanza. La esperanza es un instinto, que sólo la mente razonadora del hombre puede destruir”. 

Por el contrario, el jesuita que protagoniza la novela de Endō, aunque casi idéntico visto por fuera, responde a un movimiento interior muy diferente. Está más que dispuesto a seguir la Voluntad de Dios, el inconveniente es que no sabe cuál es. Todo su ser anhela imitar a Cristo, pero no consigue averiguar qué haría Cristo de estar en su situación. De ahí ese Silencio atronador que titula la novela: el padre Rodrigues eleva continuamente sus ojos implorantes al cielo, pero el cielo no responde ni le ilumina ni se rasga cuando los campesinos japoneses mueren martirizados por su causa.

En parte, si a Rodrigues le cuesta tanto discernir, es porque el libro está escrito por un japonés, transcurre en Japón y la mayoría de personajes son japoneses. Eso hace que ninguna palabra, que ningún acto resulte claro. Todo es equívoco, sinuoso, cargado de asiática ambivalencia. Sus afables rostros son impenetrables, sus armoniosos gestos esconden la astucia de la serpiente. La propuesta de Endō es, por tanto, más intelectual, más espiritual, más diabólica. 

La de Greene, en cambio, situada en Méjico, es mucho más humana, más física. La lejanía de Dios no es tanto espiritual en su caso, sino carnal. El padre José ha pecado de soberbia, sí, pero su pecado nace sobre todo de la carne. No es aquí el enemigo tanto el Diablo como el mundo. Y esta diferencia repercutirá también en los respectivos finales, que pueden parecer sorprendentes en un primer momento, pero que luego, una vez digeridos, se antojan inamovibles.

Así, ambas novelas pueden leerse como un díptico sobre la esperanza y la desesperanza, sobre el silencio y la providencia, sobre la diferencia, fundamental, entre cometer pecado y negarlo. Y sobre todo, ambos libros, especialmente en el diálogo que como lector podemos establecer entre ellos, son una constatación de que a Dios, al menos desde nuestra perspectiva, no hay hijo de Adán que lo entienda.

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