Prometimos en nuestra última entrega explorar sin falta el reprimido aliento de redención espiritual que se oculta tras el velo de decrepitud nihilista exhibido con descaro en la literatura houellebecquiana. De este aliento encubierto hay sobradas muestras en Interventions (Flammarion, 2020), miscelánea de entrevistas y artículos publicados por Houellebecq en las últimas tres décadas que nos propusimos analizar en esta serie de Leer por Leer dedicada al novelista parisino.
Desgraciadamente, las alusiones religiosas de su obra se han visto salpicadas por las reiteradas polémicas sobre el Islam, sofocando una apertura a la trascendencia menos ruidosa. Esas controversias sobre el Islam y su relación con Occidente culminaron con la publicación de Sumisión. La novela será también lamentablemente recordada por salir a la venta el fatídico 7 de enero de 2015, exactamente el mismo día de los trágicos atentados terroristas en París contra Charlie Hebdo. En el ataque islamista a la sede de la revista satírica fue asesinado Bernard Maris, amigo de Houellebecq.
Sumisión, quizá la primera distopía del multiculturalismo globalista, quedaba así marcada con la unción simbólica del regreso de la historia tras el desmoronamiento definitivo del espejismo hegeliano de Fukuyama, que ya venía tambaleándose después de los atentados del 11-S o el 11-M. «Sí, soy Charlie. Esta es la primera vez en mi vida que es asesinado alguien que conozco», confesó Houellebecq con la voz sofocada por la emoción en la entrevista que Canal Plus Francia emitió después de que el escritor abandonara la capital de Francia sin destino conocido. Maris admiraba a Houellebecq, en quien veía a un intérprete clarividente del liberalismo en el plano literario, y llegó a escribir un libro sobre el tema, Houellebecq economista (Flammarion).
¿Islamófobo?
Las acusaciones de islamofobia han perseguido a Houellebecq casi desde el comienzo de su carrera literaria. Su planteamiento sobre el tema remite oblicuamente a la discutida tesis sobre el “retorno de lo religioso”, que en la obra del parisino cohabita, en paradójica coexistencia pacífica, con el relato posmoderno de los tiempos líquidos. Hablando de su propia literatura y de su parentesco con 1984, la celebrada distopía orwelliana publicada en 1948, advierte nuestro novelista que “la ciencia ficción no es predictiva, expresa los miedos de una época”. En este sentido, es obligado subrayar que la obra de Houellebecq destaca singularmente por su lograda ambición por capturar con envoltorio literario nuestro Zeitgeist en todo su dramatismo.
“El escritor –yo, Orwell u otro –siente una angustia entre sus contemporáneos y la expresa en un libro. Ese es el motor”. En Sumisión esta angustia se asemeja al miedo a ser dominados por una cultura esencialmente extraña a la que nos ha fundado. Miedo a ser dominados “por el Islam precisamente, digámoslo claro”. Y es una angustia que no tiene solución: “No. Es una angustia en estado puro”. Angustia en estado puro también por lo inesperado: nuestro autor recuerda que, en los años noventa del siglo pasado, la palabra Islam prácticamente no se pronunciaba en la periferia de París. “Regresé en 2010 y ya no se hablaba de otra cosa: era verdaderamente espectacular”.
“Este fenómeno del retorno de las religiones era, por tanto, antes que nada, absolutamente imprevisible. Si alguien dice que lo había previsto, miente: nadie había previsto eso”. Sin ir más lejos, en su último libro, Décadence. Vie et mort du judéo-christianisme (Flammarion, 2017), el filósofo Michel Onfray reconoció, a su pesar y al de su ateísmo, que debía cambiar de criterio pues las religiones habían vuelto a ser una fuerza histórica mayor.
De acuerdo con el juicio de Houellebecq, las religiones valen en función de la calidad de la moral que permiten fundar. Se lo escuchó a un compañero en clase cuando tenía 16 años y desde entonces no ha cambiado de criterio: “Hay un absoluto moral que es independiente de las religiones y que es superior a ellas”. Aunque el escritor francés fue educado por familiares descristianizados, lo estaban desde hace tanto tiempo y en tal grado que ni siquiera eran anticlericales, es decir, “que la religión ya no era una amenaza para ellos”. Encuentra difícil explicar por qué, en esas peculiares coordenadas sociofamiliares, acudió al catecismo cuando era tan joven. La razón quizá se encontraba en su interés por cuestiones metafísicas generales del tipo “¿quién ha creado el universo?” o “¿el tiempo tiene acaso un principio y un fin?”. Sin embargo, el resultado de sus incursiones catequísticas no estuvo a la altura de sus desmesuradas expectativas ontológicas. “Me parecía que en el catecismo se hablaba demasiado de las desgracias del Tercer Mundo, que era un poco demasiado humanitario, en definitiva: no respondía en absoluto a mis preguntas”. No fingiremos que estas valoraciones nos sorpreden. De aquellos polvos estos lodos. Tampoco en el colegio se respondía a las cuestiones metafísicas que interesaban al joven. Se parecía más bien al ambiente de los scouts. Fue en aquel tiempo cuando un terremoto jansenista sacudió los cimientos de un equilibrio espiritual que ya no estuvo a tiempo de restaurar el laicismo sesentayochista de la República una e indivisible. “Y entonces -esto lo he dicho en mis libros– descubrí a Pascal, un poco por casualidad, con 15 años. Y esto me produjo un verdadero impacto, un impacto definitivo, porque nunca había visto expresada así la fuerza de la muerte y del vacío, y que la violencia de Pascal sobre estas cuestiones sigue sin equivalente para mí en la literatura”.
Los autores que más le han influido
La referencia a Pascal quizá nos obligue a hacer un breve excursus sobre los autores que, según confesión propia, más han influido en su pensamiento. Su literatura, como saben sus lectores, está plagada de referencias teóricas estratégicamente ubicadas en el centro de la trama para construir un marco hermenéutico de carácter socio-histórico capaz de ofrecer un sentido más profundo a las historias de sus personajes. Y en este punto sobresale su pasión por Augusto Comte. “Comte es interesante desde muchos puntos de vista: es el que expresa, de la manera más total y sistemática, el hecho de que después de la Revolución la sociedad ha perdido sus bases, y que no va a poder aguantar, a largo plazo, sin religión. […]. He encontrado sus conceptos extremadamente convincentes. […] Es verdaderamente alguien a quien admiro. […] De modo que, sí, Comte es una de mis mayores influencias”.
Sin embargo, en Sumisión llegó a una conclusión significativa: Comte fracasó completamente en su proyecto de fundar una nueva religión sobre bases positivistas. “Así que he regresado a lo que forma la materia prima de ‘Sumisión’, y es que, lejos de que haya una nueva religión que se forme, es muy posible que una antigua se despierte”.
Reconoce, en todo caso, que para leer a Comte por placer “hay que ser un poco perverso”. En cambio “leer a Chesterton es delicioso: está lleno de humor, es divertido, brillante y a veces emite ideas bastante profundas. […] Chesterton es francamente católico y vuelve simpático al catolicismo porque insiste mucho en la idea de que se trata de una religión de la encarnación”.
El príncipe de las paradojas acompaña así a Pascal en su lista de preferencias, a la que suma la obra del Apóstol de las naciones. “San Pablo sigue siendo uno de los mejores autores que conozco porque es extremadamente insolente, extremadamente nervioso –se sienten los nervios a flor de piel todo el tiempo, las frases azotan, es magnífico. Hay en él una mezcla de megalomanía y de protesta que es bastante inigualable. Y es un gran escritor por esta razón elemental: tengo la impresión de verlo aquí, a dos metros de mí, cuando lo leo; le siento eructar. […]. Finalmente, quizás sea San Pablo el que ha tenido más influencia literaria sobre mí”. En cuanto a Nietzsche, “su oposición frontal a Cristo nunca ha sido la mía. […]. Mi rechazo a él se debe a su refutación de la moral y la piedad. Nietzsche rivaliza con Cristo, pretende ser su rival victorioso… Bueno, es una locura bastante extendida en Occidente…”.
Primer ateo, después agnóstico
Entonces, ¿cómo exponer resumidamente su actitud personal ante la religión? Al principio se definía como ateo, pero después de la publicación de Sumisión se definió como agnóstico. “Mi relación con la religión se ha debilitado porque tengo la impresión de que no hay esperanza: no creeré jamás, permaneceré siempre la duda… así que lo he dejado caer”. Sus no muy conocidas tentativas de conversión quedan resumidas con metáfora que no hubiera desagradado a Marx: “La conversión obra como una revelación. De hecho, cada vez que voy a misa, creo; sinceramente, totalmente, tengo una revelación cada vez. Pero desde que salgo, vuelvo a caer. Es un poco como la droga: siempre hay una recaída”. Del entierro de un amigo recuerda la certeza, la evidencia que emanaba de las palabras del sacerdote: no, la muerte no existe, no existe en absoluto, no lloréis, niños, Cristo ha vencido a la muerte. “Esta certeza me pone en patéticos estados nerviosos”.
Sus críticas a la Iglesia decepcionan a los progresistas
El ángulo de sus críticas a la Iglesia Católica también decepcionará, con razón, a las almas delicadas de nuestros inmaculados progresistas. No encontrarán llamamientos desesperados para exigir la modernización de la Iglesia, ni súplicas vociferantes sobre el matrimonio de los curas o el sacerdocio femenino ni ninguna otra de las imprecaciones de tipo conocido en el cosmos cultural dominante.
El alegato de nuestro autor llama a la Iglesia a convertirse en el refugio espiritual de un contramundo insobornable y lo hace con una predicación desconcertante, insolentemente reaccionaria y descaradamente laica al mismo tiempo. “La Iglesia ha intentado conformarse al mundo en el momento en que se volvía más feo. Es un motivo suficientemente grave de reproche: tenemos derecho a esperar que indique el camino independientemente de los sobresaltos de la época, a que permanezca. Que indique un camino, el que nos conduce a Dios, por ejemplo. […] ¿Qué concluir? Hay que estar en el mundo pero no ser del mundo, había dicho Jesús a sus discípulos. La Iglesia tendría que habérselo tomado más en serio”.
No terminan ahí los reproches. Lejos de centrar su desaprobación, según el gusto de la época, en la cúpula eclesiástica, dirige también sus amonestaciones a los fieles. “Hay que creer que lo que los católicos han retenido mejor de la enseñanza de Jesús es el ofrecer la otra mejilla”. Y, sin embargo, ese ofrecimiento de la otra mejilla no le parece el preludio de una humildad evangelizadora sino más bien la expresión del rechazo (o de la vergüenza) por los “pecados dogmáticos” del pasado. Esto significa ofrecer a la verdad como mejilla y golpearla dos veces. “Parece como si los católicos fueran los únicos en excusarse por detentar la verdad”.
La Iglesia no parece saber en qué espejo mirarse. Quizá por ello busca demasiados. Y eso es un problema porque, como había recordado en 2004, “la única cosa que no se ve en el espejo es la propia mirada”. Lo había escrito en un breve ensayo titulado Soy normal. Escritor normal. Quizá esa aspiración de normalidad explique también su estima por el unánimemente denostado ethos burgués.
La “aspiración pequeño-burguesa a la felicidad” le parece “conmovedora”. No duda en vincular esta aspiración a una cierta idea asequible del cristianismo “Estoy del lado de Huysmans contra Bloy, lo he dicho ya y puedo repetirlo. Por un catolicismo equilibrado”. A esta misma noción de equilibrio evangélico, entre la Ciudad de Dios y la ciudad de los hombres, parecen también remitirse estas palabras: “La palabra fraternidad me inspira, en primer lugar, un cierto recelo. […] Creo en la posibilidad de un reino restringido. Creo en el amor. Es una promesa bien modesta comparada con la promesa del Reino; un amor bastante restringido comparado con la caridad de la que habla San Pablo; pero llego a pensar que quizás sea suficiente”.
Su ideal se encuentra en las palabras pronunciadas por Versilov, uno de los personajes más enigmáticos de Dostoievski: “En cuanto a lograr obligatoriamente la felicidad de al menos una criatura a lo largo de una vida, pero hacerlo prácticamente, es decir, efectivamente, lo erigiría en mandamiento para todo hombre cultivado, exactamente como podría recomendar la obligación para todo campesino de plantar al menos un árbol en su vida, habida cuenta de la deforestación de Rusia”.
Cercano a Simone Weil
Su concepción espiritual de la misión de la Iglesia en el mundo también le acerca al pensamiento teológico de Simone Weil. Aunque no mencione a la autora de La gravedad y la gracia, el eco de los pensamientos de la mística francesa resuena en algunos momentos. “Hay una herida que debería ser curada por la Iglesia, la de no conocer a Dios o no saber encontrarlo”. En lugar de eso, la Iglesia sigue apegada a una cierta nostalgia cesaropapista que hoy se expresa en preocupación excesiva por los asuntos del mundo, hoy convertido en Planeta o Madre Tierra por las exigencias teológicas con perspectiva de género de la Agenda 2030. “El precepto de ‘dar al César’ era claro; no parece que la Iglesia Católica lo haya aplicado con suficiente rigor”. Y eso que la presencia pública cotidiana de lo católico en la tierra de la hija primogénita de la Iglesia choca frontalmente con sus orígenes fundadores. “Se puede vivir en Francia sin ver a un sacerdote durante toda la vida”. Una vez más, de todo esto no extrae lecturas conformes a nuestra doxa progresista sino derivadas lógicas más bien incómodas para el apostolado humanitarista global, al servicio de cuya causa el Vaticano parece postularse hoy ni siquiera como sede central, sino más bien como sucursal. “La Iglesia Católica no ha renunciado a mezclarse en el gobierno de los Estados (a intervenir, por ejemplo, en su política migratoria), esto termina, hay que recordarlo, por molestar a todo el mundo”. A todo el mundo no. Nuestra izquierda biempensante y los caudillos bolivarianos de los grandes expresos europeos que la capitanean no han dudado en hacer de esa intromisión una bandera. Vivimos tiempos confusos.
Acusado de pornógrafo
El tema de la sexualidad, omnipresente en sus novelas (se le ha llegado a acusar de pornógrafo), le sirve para ejemplificar sus preferencias por la actitud general de la Iglesia Ortodoxa, que mucho le recuerda al tratamiento de la cuestión por la Iglesia Católica en sus orígenes, antes de dejarse contagiar por el puritanismo moderno de corte protestante. “El interés de la Iglesia Católica por la sexualidad de sus fieles me parece netamente exagerado. Esto no se remonta a los orígenes del cristianismo. […]. Las cosas no degeneran verdaderamente hasta la era moderna, sin duda también aquí por contaminación del protestantismo, y del puritanismo que se desprende de él. […] He tenido desde hace tiempo la impresión de que la Iglesia ortodoxa se mostraba, en este punto, más sabia, y sabía mantener esa actitud de tolerancia que ha sido la de la Iglesia Católica durante muchos siglos. […] Me gusta recordar la reflexión, a mis ojos luminosa, de Atenágoras Primero, patriarca de Constantinopla: ‘Si un hombre y una mujer se aman verdaderamente, no tengo por qué entrar en su habitación, todo lo que hacen es santo’ ”. En la nueva era pornocalvinista del Me Too y del comunitarismo sexual, las resonancias heteropatriarcales de estos juicios de valor tampoco parece que vayan a merecer el aplauso entusiasta de la oligarquía multifamiliar, tan pendiente de invertir milimétricamente, con el mismo (o mayor) rigor punitivo, los patrones de la ortodoxia sexual.
Para recuperar su antiguo esplendor, futurible que no descarta, la Iglesia Católica debería, por tanto, alejarse definitivamente del protestantismo y acercarse a la Ortodoxia. Integrarse completamente sería la mejor solución pero no sería fácil. “Como mínimo, haría falta que la Iglesia Católica, imitando la modestia ortodoxa, limite sus intervenciones en los ámbitos que no son directamente de su incumbencia (la investigación científica, el gobierno de los Estados, el amor humano), que renuncie a esa manera de organizar los concilios, que son sobre todo la ocasión de provocar cismas. Que renuncie igualmente a las encíclicas, y ponga un freno a su inventiva doctrinal. […]. En el fondo todo se resume en el hecho de que la Iglesia Católica, a lo largo de su historia, ha acordado demasiada importancia a la razón. El hombre es un ser de razón –si se quiere, esto sucede de vez en cuando. Pero antes que nada es un ser de carne y de emoción: sería bueno no olvidarlo”. Para nuestro autor nunca hay que olvidar una “dosis necesaria de locura, en versión rusa es Dostoievski: ‘si hay que elegir entre Cristo y la verdad, elijo a Cristo’. En versión francesa tenemos a Pascal”. Estas referencias son toda una incitación para el entrevistador, que no duda en preguntarle: “¿le ha ocurrido pensarse a sí mismo como un escritor católico (lo que algunos críticos han hecho ya en su lugar a veces)? ”.
Escritor del nihilismo
Respuesta: “De hecho, soy un escritor del nihilismo (el nihilismo en el sentido de Nietzsche), no hay ninguna duda: soy el escritor de una época nihilista y del sufrimiento ligado al nihilismo. […]. Entonces, sí: soy católico en el sentido de que expreso el horror de un mundo sin Dios … pero únicamente en ese sentido”.
En el último de los textos reunidos, Houellebecq se pronuncia sobre uno de los temas que mejor puede representar en nuestro tiempo el horror de un mundo sin Dios. El affaire Lambert no debería haber tenido lugar es el prefacio que firmó nuestro protagonista para un libro recientemente publicado en Francia. En este texto el autor de La posibilidad de una isla, que no ha dejado de frecuentar el tema del transhumanismo a lo largo de toda su obra, afronta la cuestión de la eutanasia con una reflexión a propósito del caso de Vincent Lambert, un joven francés que quedó tetrapléjico tras sufrir un accidente de tráfico a los 32 años. Diez años después se le quitó la vida tras un largo proceso judicial que se convirtió en el símbolo de un debate social que dividió a la sociedad francesa y a la propia familia Lambert. Conviene acercarse a la experiencia reciente de nuestros vecinos franceses ahora que en España nos disponemos, sin ninguna forma de debate, a disfrutar del último de los manjares del progreso posmoderno en forma de “derecho a la muerte digna” por declaración político-institucional de la vida indigna.
Lambert no dejó por escrito sus deseos en ningún testamento vital. La resolución de su caso permite neutralizar por tanto cualquier trampantojo dialéctico como el del llamado “derecho a decidir”, situando la controversia en la perspectiva correcta: un anticipo ejemplar de “solución final” ejecutada por el totalitarismo biopolítico del Ogro Filantrópico.
Para ilustrar su posición en relación con la cuestión, Houellebecq rememora a uno de sus escritores favoritos de la adolescencia, Jean Rostand, un “humanista un poco a la vieja usanza”, quien en uno de sus libros de los años setenta, El correo de un biólogo, escribía: “Pienso que no existe una sola vida, por muy degradada, deteriorada, rebajada, empobrecida que esté, que no merezca el respeto y que no valga que se la defienda con celo. Tengo la debilidad de pensar que es un honor para una sociedad el asumir, el querer ese pesado lujo que representa para ella la carga de los incurables, de los inútiles, de los incapaces; y casi mediría su grado de civilización en la cantidad de carga y vigilancia que se impone a sí misma por puro respeto a la vida…Cuando se adopte la costumbre de eliminar a los monstruos, las más mínimas taras se considerarán monstruosidades. De la supresión de lo horrible a lo indeseable solo hay un paso…Esta sociedad aseada, saneada, esta sociedad en la que la piedad no tendrá ningún papel, esta sociedad sin residuos, sin desechos, en la que los normales y los fuertes se beneficiarán de los recursos que absorben hasta ahora los anormales y los débiles, esta sociedad volverá a Esparta y deleitará a los discípulos de Nietzsche: no estoy seguro de que merezca todavía ser llamada una sociedad humana”.
Houellebecq concluye: “[Nuestra sociedad] desaparecerá, como Esparta, y se arriesga a no dejar de ella sino el incierto recuerdo de una vergüenza, la sombra de una repugnancia”. Con una diferencia, cabe añadir. Espartanos asexuados y desvirilizados, nuestros progresistas nos obsequiarán con alguna charla motivacional subvencionada para hacer llevadero el paseo desde el monte Taigeto a la laguna Estigia. Que no se diga que no es por un mundo mejor. Esparta al menos libraba a sus víctimas del castigo penitencial de los pretextos morales.
Escribir implica tomar sobre sí todo lo negativo
Dejemos a un lado, para concluir, todo rastro de ironía y demos audiencia a quienes, además de leer su obra, mejor conocen al hombre que se esconde tras el escritor. “Hay algo de revelación de la verdad de la vida en la voz de Michel”. Esto último no lo encontrará el lector en este florilegio de breves ensayos, artículos y entrevistas que, reunidos en este volumen de la editorial Flammarion, hemos ido desgranando a lo largo de estos tres artículos que aquí rematamos. Nos lo dice Antonio Muñoz Ballesta, profesor de filosofía y amigo español de Houellebecq desde hace décadas. Sin esa revelación que encierra como un tesoro lo más profundo de su literatura no se entendería el secreto de su obra ni tampoco la posteridad a la que está llamada. Cargar con toda la negatividad del mundo es la sublime tarea de la escritura según nuestro autor la entiende. “Escribir implica tomar sobre sí lo negativo, todo lo negativo del mundo, (…) y efectivamente esto tiene una relación con Cristo, cargando sobre Sí mismo todos los pecados la humanidad.… Es una buena conclusión, ¿no?”. Es buena, Michel, porque es la tuya.