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Esta joven castañera y este viejo silencio

El viejo y hosco castañero de la calle peatonal, ahora es una castañera jovencísima. Crujen en el suelo, a su alrededor, las cáscaras de los paseantes. Armoniza su eficaz contorneo, en cada movimiento, sin descuidar la belleza, sin demorar el trabajo. De tez pálida, lleva el pelo azabache recogido, un delantal color carbón, y le asoman en el rostro dos grandes coloretes, azuzados al calor de la lumbre. Reparte humeantes cucuruchos de papel de periódico. Remueve las castañas en la rejilla, sonríe a los caballeros bien vestidos, susurra palabras tiernas a las parejas de enamorados, y cuando, aviva la brasa, asciende una nube centelleante que colorea de naranja la tarde, ya tan oscurecida, y sus ojos se vuelven aún más verdes y brillantes. Es el aroma de un noviembre, perdido allá en algún pliegue la melancolía de cualquier niño, se hace tan vivo en la memoria como un dolor de huesos. Y es el cambio generacional de un viejo oficio; tal vez todo termina por volver a donde empezó.

Y aquí, la certeza de una bajamar. El frío en los zapatos es una esquirla de la soledad. Ya se han alargado los abrigos de los hombres, y engrosado los de las mujeres. Esta ciudad gira en espirales anónimas, zancadas larguísimas, al margen de los libros, como en el lunes frenético de una multinacional. Hay días en que todas las vidas parecen escaparse fríamente hacia alta mar, más allá del faro romano, más allá de las últimas luces de los barcos que faenan ya a esta hora, más allá del mismo mar. Es tiempo de literatura, faroles moteando de ámbar el empedrado, y cafés con vaho en los cristales.

La admiro a pocos metros, flanqueado por las llamas de una alargada estufa de gas, anónimo, embutido en un abrigo invernal, blandiendo un mencía de la Ribeira Sacra, y la bellísima prosa de Iris Murdoch. Algo en su mirada hace a la castañera más próxima a perder en un juego de desamor de Monjas y soldados, que de ser la ruidosa Pintosilla que magosta en el sainete de Ramón de la Cruz. Al llegarse lentamente un jovenzuelo al puesto, dos palabras han cruzado, la castañera se yergue como mordida por una tensión inédita, y olvida por un instante al resto de clientes que aguardan su cucurucho. Cuánta belleza, apenas recuerdo unos ojos mirando así, en el éxtasis de contemplación de la niña al muchacho, que baja la cabeza como lastrado por la maldición de una tristeza.

A veces asistimos a conversaciones sin palabras. En el ritual de los amores, que son silencio y ruido como las mareas, hay versos, promesas y llantos que se dan en el más enigmático de los silencios. De algún modo, en esta tarde negrísima y tediosa de noviembre, he creído ver en los ojos de la castañera la elocuencia de El Conde, callándose su amor por la viuda Gertrudre, en respetuoso duelo por la reciente muerte de su marido. “Tengo que controlar mis sentimientos”, escribe Murdoch en su diálogo interior, “tengo que dejar de estar tan enfermo de amor. Pero, ¿cómo, si no quiero?”.

En la escena, que es de una belleza cinematográfica conmovedora, también la viuda –como tal vez el tímido cliente de la castañera- zarandea las contradicciones de su cabeza, al detectar lo que El Conde está pensando al mirarla: “¡Cómo me mira y cómo tiembla!”, intuye la escritora en la imaginación de Gertrudre, “me alegro de que me quiera. No puedo evitar alegrarme. Y, sin embargo, me siento tan lejos de él, tan lejos de todo el mundo. Yo solo finjo, finjo. Todos me miran buscando señales y piensan que estoy mejor, pero no lo estoy. La pena vuelve como la lluvia, como la noche. Sigo totalmente herida, totalmente mutilada, aunque sonría”.

Hay una soledad acompañada. Aflora con más crudeza en estos días de luz breve, frío seco, y braseros enrojecidos. Algarabía y vacío. Y hay un poema que no escuchamos, pero al que asistimos, en el interior de los corazones dolientes que nos cruzamos, o que también somos. El milagro de Iris Murdoch es, una y otra vez, transformar en esmerada literatura las ensordecedoras voces de los monstruos y princesas que nos arañan por dentro el alma en medio de un silencio sobrecogedor.

Apuro el tinto de las orillas del Miño. Me acomodo la bufanda. Abro las manos frente a la estufa. Paso las páginas. Levanto de vez en cuando la mirada. Y al fin se despiden. Alza la mano el joven, y la castañera levanta muy despacio su manopla. Lo ve perderse por la avenida, con un cucurucho de castañas que, con toda probabilidad, no va a comerse. Y tarda un montón de recuerdos, la niña de ojos verdes, en volverse y descubrir con pavor la cola acumulada en el puestecillo, y los rostros alterados de los clientes, incapaces de escuchar las voces que esgrime su mirada. Apenas han sido dos minutos, pero teme que hayan sido dos horas. No sé ya si le mueve la pena o una sonrisa modestísima, una luz minúscula en el fondo del corazón, pero enseguida ha recuperado el brío, aún con más ímpetu, con movimientos que parecen un muestrario de alegría, duda y evasión.

No podría encontrar, en esta terraza recogida, algo más cálido que el misterio de esta joven castañera para acompañar Monjas y soldados. Calor y conforto para el alma en días de un frío vaciante y esclerótico. Encontrarse en la calle. Vencer la aridez del mutismo. Pasear por el corazón de los personajes de la novela. Descubrirlos en las miradas bonitas, tan aleatorias, que resbalan por el suelo ocre, brillante por húmedo, de la calle peatonal. Y perderse con Anne y Gertrudre, con los sueños de los locos, y con estos ojos verdes, por las simas de otras vidas, olvidando adrede, allá en la orilla, las maletas tan pesadas de este otoño.

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