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En muriendo

Un lugar común a la hora de hablar de la muerte es lamentarse de lo poco que hablamos de ella. Y aunque parece una acusación dirigida a nuestra terrenal época, la encontraremos también en el pasado apenas miremos por el retrovisor. Sin ir más lejos, Tarabas, la novela de Joseph Roth que reseñamos aquí hace un par de semanas, acaba con la siguiente declaración de uno de los personajes: 

Los hombres olvidan. ¡Olvidan el miedo, el terror, quieren vivir, se acostumbran a todo, quieren vivir! ¡Es muy simple! ¡Olvidan también lo milagroso, olvidan lo extraordinario casi más deprisa que lo habitual! ¡Vea usted, señor! El fin de todas las vidas es la muerte. Todos lo sabemos. ¿Y quién piensa en ella?

Así será. Sin embargo, consideremos que, aunque vivir es morir, vivir no es agonizar. En otras palabras, vivir como si fuéramos a morir en este preciso instante, antes de llegar al final de la oración, es insostenible; pero, al mismo tiempo, vivir como si nunca fuéramos a morir es insensato. De ahí el equilibrio necesario entre los platillos de la balanza: mors certa, hora incerta. Saber que hemos de morir e ignorar el resto, sobre todo el cuándo. Dicen del enamoramiento que solo se reconoce cuando nos alcanza. De la muerte puede que ni siquiera podamos decir eso.

No tengo del todo claro, por otra parte, que nuestra época viva olvidada de la muerte tanto como se le achaca. Estamos menos resignados, eso sí. Nos hemos venido arriba con el aumento de la esperanza de vida, la cuasiprohibición del tabaco y la fe en que el cáncer de hoy será un resfriado mañana. Da a veces la sensación de que la muerte ha perdido señorío y que estamos a un par de lustros de colocarle un interruptor. Y en contra de lo que se pudiera suponer, el coronavirus no ha desbaratado la idea. Al contrario, llevamos un año y pico en que morir parece algo muy del siglo XX, un retraso inadmisible que solo se explica por la incompetencia de unos o por la temeridad de otros.

Pero esa esperanza de vivir hasta la extenuación, como casi todas las esperanzas, también nos ha esclavizado. Nunca se ha querido morir, claro está, y por eso se andaba con ojo por los desfiladeros y se esquivaban las espadas. Hoy día, sin embargo, como conocemos mejor los largos y pacientes caminos de la enfermedad, mantenerse con vida es mucho más esforzado y exige un constante ejercicio de imaginación. Y vamos por el mundo haciendo o dejando de hacer para disminuir las probabilidades de morir en 20 años por no sé qué patología. En muchos casos parece que viviéramos para no morir, como los animales.

Pero no os fieis de mí –yo raro vez lo hago–; hacedlo del filósofo Francisco José Soler Gil, quien acaba de publicar un libro sobre el tema. Se llama Al fin y al cabo y su germen hay que buscarlo en la vocación del autor, pues el filósofo, para serlo, ha de ir siempre seguido de esa sombra. No obstante, el detonante definitivo se haya en la muerte de su colega Javier Hernández-Pacheco, un pensador que, puedo garantizarlo, recibió los dones de la inteligencia y la alegría, y del que si bien no podemos decir que muriera pronto, pues “nadie es tan joven que no se pueda morir mañana”, sin duda lo hizo a contrapié.

 

 

Pese a haber sido alumbrado por el duelo, el libro de Soler lleva la procesión por dentro y es de una entereza torera. Ve venir al morlaco negro como el abismo, clava los pies en el suelo y se dice: “bien, pensémoslo”. Y a eso se dedica durante 230 páginas. Una sobrecogedora faena con su autor en los medios, gélido, impávido, casi inhumano. Y ese es el maravilloso contraste que da valor al libro: el más encabritado y desgarrador de los temas es, no diré amansado, pero sí encauzado, exprimido. Desde luego no pretendo defenestrar autores como Hadjadj, González de Cardedal o Cabodevila, pues todos ellos han tratado el tema con brillantez, pero ninguno lo ha hecho con el afán clarificador de Soler. Eso lo convierte en un libro que primero se lee y a partir de entonces se consulta; uno de esos sobre los que el polvo no tiene oportunidad de posarse.

En una línea diferente aunque con asunto compartido, está el libro de Nicolas Diat: Tiempo de morir, publicado en Palabra con el subtítulo Los últimos días de la vida de los monjes. En la cubierta, san Francisco de Asís sostiene y contempla una calavera que le devuelve la mirada. Todo bastante prometedor. 

 

 

Diat, conocido por tirarle de la lengua al cardenal Sarah, visita varios monasterios franceses para contar cómo mueren los que de forma tan diferente vivieron. Supongo que parecerá una boutade porque la obra mereció el Gran Premio de la Academia Francesa, pero engañaría si dijera que está bien escrita; que igual lo está, pero no me lo ha parecido. La estructura es perezosa y los capítulos, repetitivos; falta mucho y sobra otro tanto. Pero engañaría también si dijera que, en cuanto a contenido, no es interesante. Lo es, porque el tema lo es. Es un libro con una buena idea, pero apresurado.

El capítulo sobre la visita a la Gran Cartuja, por ejemplo, es bien sustancioso, y del resto tampoco se sale con las manos vacías. Entre las cuestiones que pone sobre el tapete, tal vez la más controvertida sea la defensa de la agonía. Quieren degustar, paladear el mal trago. Así, en varios monasterios confiesan a Diat sus reservas con morir en el hospital. Para evitar el sufrimiento, a menudo se nubla a los monjes a base de fármacos hasta el punto de arrebatarles la muerte. Se quejan de que la morfina o el encarnizamiento terapéutico pueden impedir al moribundo apreciar los pasos que se acercan; y llevan toda la vida aguardando esos pasos y afinando el oído.

Por otro lado, el libro ofrece un buen número de defunciones, aunque no todas ejemplares. “Nadie puede saber cómo vivirá su muerte”, ni siquiera a luz de su vida. Apunta dom Olivier, abad de Cîteaux: “Los muertos más serenos no son necesariamente los más santos”. Según eso, la hechura de la muerte no tiene por qué ser consecuencia ni augurio de nada. Con todo, algunos de los trances son excelentes, otros dejan un cadáver radiante y rejuvenecido. Los hay incluso en los que se brinda con champagne. Y cómo no acordarse aquí del médico de Amanece que no es poco, que curar no curaba, pero hay que ver cómo disfrutaba cuando asistía a un moribundo ordenadito. Qué apagarse, decía, qué manera de morir.

 

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