Hoy me he perdido en el Barrio de las Letras. En medio de la confusión, Góngora ven a socorrerme, me he topado con un ex diputado, envejecido como una balada de los Stones, y más tarde con un escritor triste y desdichado, que su tristeza y desdicha ha logrado traspasarme. Por un instante, con esos ojos tan ahuecados de tinta y desengaños, he temido que fuera mi propia sombra, y he recitado al cordobés con fe de peregrino de una biblioteca de viejo, en busca de un auxilio imposible: “No enfrene tu gallardo pensamiento / Del animoso joven mal logrado / El loco fin, de cuyo vuelo osado / Fue ilustre tumba el húmido elemento”. Que sea también mar y cementerio, reclamo, mi confusión, su desesperanza, y mi apatía.
He saludado con desconfianza al autor. Apenas unos minutos. Me cuenta que ya nadie lee, que todo el mundo escribe, y que sale más barato cualquier otro oficio manual que el de juntador de letras, aunque él lo ha llamado de otra manera más elegante. Parece una más de las Escenas de la vida bohemia de Henry Murger. Que nadie lee, me repite por quinta vez, cascarrona la voz, y ahí he huido mentalmente, porque lo último que necesito es que venga la congoja hecha pluma a reafirmarme en lo mismo que yo pienso, aunque –con permiso del beber de Manuel Machado- ya no pienso lo que han dicho que pensaba. “A todo hombre que entre en el ámbito de las artes sin más medio de existencia que el arte propiamente dicho”, advirtió Murger, “no le quedará más remedio que transitar por los caminos de la bohemia”. Al fin, adiós, vuelco la costanilla, y se levantan paredes desconchadas que reconozco. La calleja de antaño, con su luz enmohecida, y el brillo metálico en el suelo a la hora de la siesta. Tan solo el repicar de unos tacones sobre los que se alza una rubia cuarentona de aspecto fiero y perfumada presencia. Era aquí. Aquí había un bar, ya ni me acuerdo, donde nos reuníamos para soñar con dominar el mundo, cuando aún confiábamos en que una columna en papel puede cambiar las cosas.
Al fondo, tan a lo lejos que lo intuyo a ciegas, en la calle ancha, marroquís vendiendo paragüitas, guiris persiguiendo la bola azul en el móvil, chinas que ahora se sienten en casa con sus mascarillas, y una soledad deprimente en los grafitis, que en su luz fluorescente parecen querer subrayar la ausencia de un tiempo huido. Ya nadie lee y no estoy seguro. Qué fácil es caer en la rueda del desaliento. Hay un manual sobre todo esto en Daria Galateria, Trabajos forzados. Su reciente lectura, no sé por qué, me ha reconfortado.
Han caído unas gotas y Madrid es un charco de agua sucia. Dominar el mundo. Qué pereza, aquellas ansias de gloria, cuánta estupidez vacía derrochamos por un par de tardes influyentes de más. La peor borrachera no es de ron, es de soberbia. Nada importa al cabo de los años. Esta calle no fue testigo de nada de lo que pensábamos que lo sería, salvo de un par de traiciones sicilianas, y unos besos que alguien no dio a nadie. Esta urbe, vaporosa e industrial como una emoción sincera, engaña a sus hijos con quimeras de alquitrán. “En la ciudad, sobra el tiempo”, cantó Enrique Urquijo a Madrid, “chicas en coche de papá / vestidos nuevos de color / pero agotado el corazón”. “Mientras en algún callejón”, añadió, “alguien inicia el viaje lento / a la ciudad del infierno”.
No sé si será esta hilera de baldosas la entrada del averno, pero hay en el olor a lejía de portería algo que me resulta tan áspero como familiar. La fachada está igual, aunque a la casa de Marta ya no se entra por el viejo portalón de hierro, que está en obras, como casi todo; da igual, creo que ella se largó a Londres y se casó con un mamón que trabaja en una multinacional para no tener que estar nunca en casa; en el pecado, la penitencia, mi alma. Su antiguo novio vendió el local donde nos juntábamos, ya más tarde, a reírnos del fracaso; hoy es una zapatería. A veces, aquí, pienso que deberíamos dejar que el recuerdo se beba el final del vaso y lo llene todo de un orvallo de olvido, que cale hondo como la voz llorosa de un flamenco. Que ya vendrá el futuro, la fortuna, y la Esperanza Macarena, a colorear el lienzo, si Dios quiere.
Hoy me he perdido a media tarde en el Barrio de las Letras. Aún calentaba el sol, pero sentía el frío en los huesos propio de una madrugada en vela. Y sí, todo me parece una metáfora demasiado perfecta del oficio de escritor en este tiempo extraño; y en todos los anteriores.