Cuando Tom Wolfe recogió en su libro El Nuevo Periodismo las técnicas utilizadas por un grupo de periodistas estadounidense en los años 60 del siglo XX, aseguró que nunca antes en la historia se había hecho nada parecido. ¿Estaba en lo cierto?
Se ha convertido en un lugar común decir que el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 – Londres, 1944) fue un antecedente del nuevo periodismo. Así lo ha asegurado su biógrafa y primera editora de sus obras completas, María Isabel Cintas, y así lo han dicho en diferentes foros y publicaciones autores como Andrés Trapiello, Juan Cruz o Arcadi Espada, entre otros.
Para entender en qué se concreta el «nuevo periodismo» de Chaves es necesario acudir a la fuente original: el libro El Nuevo Periodismo (1973) de Tom Wolfe, periodista estadounidense considerado uno de los «padres» de ese movimiento. Wolfe definió allí cuatro «procedimientos» básicos que el Nuevo Periodismo toma de la novela realista: la construcción del relato a través de escenas, la inclusión de diálogos registrados en su totalidad, el «punto de vista en tercera persona» (es decir, relatar la escena a través de los ojos de un personaje particular de la historia) y la introducción de elementos simbólicos que nos hablan de los personajes: sus gestos, sus muebles, sus ropas y, en general, cualquier elemento que dé información sobre el «estatus de la vida» los protagonistas de las historias. El uso de estas técnicas, a juicio de Wolfe, «conferían a la novela realista de una fuerza única» y, por extensión, al «Nuevo Periodismo».
No es difícil encontrar ejemplos de todos esos procedimientos en la obra de Chaves. Ahí están las escenas en El maestro Juan Martínez que estaba allí, que sitúan al lector en crudeza de la Revolución soviética: «Empecé a sentir náuseas. La cabeza me daba vueltas y salí tambaleándome. En el umbral piso algo blanco y escurridizo: eran dos dedos humanos que estaban pegados a las losas por un cuajarón de sangre negra. La sensación que aquello me produjo casi me hizo desvanecerme. No se me olvidará en la vida», pero también en los momentos de alegría y triunfo: «Tenía todavía lesionada la pierna, y al empezar a bailar se me desató el vendaje y sufrí terribles dolores. Con los ojitos de la cara bailé. Cerré los ojos de dolor, apreté los labios y creo que nunca he bailado un zapateado con tanto entusiasmo, con tanta fe. El público se volvió loco al ver aquello, que no había visto nunca –¡es muy grande el flamenco!–, y me hizo bailar una y otra vez».
Chaves reconstruye lo que le cuentan y también introduce escenas históricas, como esta que cuenta en Lo que ha quedado del imperio de los zares tras la información recabada entre los exiliados rusos blancos en París: «El 28 de julio de 1914 el monje Rasputín, con su blusa de campesino y sus botazas embreadas, corría por las calles de su aldea de Siberia, camino de las oficinas de Telégrafos. Llevaba redactado un telegrama que decía: ‘No declares la guerra. El pueblo comenzará a gritar: ¡abajo esto!, ¡abajo lo otro! Tú y tu heredero no conseguiréis nada bueno’. ‘Si yo hubiera podido enviar el telegrama al Zar –decía luego, lamentándose, el monje omnipotente– se habría evitado la guerra. Pero cuando iba a ponerlo, me salió al paso una maldita vieja que me dio una puñalada en el vientre y me tuvo muchos días entre la vida y la muerte’».
Los diálogos también fueron un recurso muy utilizado por el periodista andaluz con el objetivo de dar información sobre los personajes y su contexto. Así relata Chaves un encuentro entre españoles en la Rusia soviética:
Una tarde estaba charlando con Sole, cuando se nos acercó un individuo que nos preguntó en castellano:
—¿Son ustedes españoles?
—Sí, señor –le contestamos–. ¿Y usted?
—También; madrileño por los cuatro costados.
—¡Ole! –dijo Sole, que hacía un siglo que no veía a nadie que fuese como Dios manda.
—¿Y usted qué hace aquí?
—Soy artista de circo. El clown Zerep.
—¿Es usted español y se llama Zerep?
—Sí, señor; Zerep es mi apellido escrito al revés. Me llamo Antonio, Antonio Pérez, para servir a Dios y a usted, y trabajo en el circo de la compañía con otro clown italiano llamado Armando.
Nos pusimos muy contentos, comimos juntos, hablamos de Madrid, bebimos un poquito y nos hicimos muy amigos. Zerep era un buen camarada, muy simpático, y siempre de un humor admirable. De Madrid, vamos.
Si hablamos de la técnica de presentar la historia a través del punto de vista de un personaje particular, debe mencionarse la biografía Juan Belmonte, matador de toros. Ahí se ofrece esa perspectiva al extremo: Chaves escribe en primera persona desde el momento en que Belmonte puede hacerse cargo de sus recuerdos, para dejar claro que es su punto de vista el que importa. Así, el torero relata el primer dolor físico de su vida («fue la primera sensación de desgarramiento, de dolor de la carne, de gasas y vendas que tuve en mi vida. No me desagradó demasiado») y, poco después, se convierte en narrador único y directo de su historia. Chaves desaparece y la fuerza narrativa del discurso, en boca de su protagonista, crece.
Este recurso ya lo había usado Chaves en El maestro Juan Martínez que estaba allí, cuando, tras presentar al bailaor, le cede la palabra y el peso del relato a su protagonista con un explícito: «Y dice Martínez, ya por su cuenta». Desde ese momento, Martínez describe todo sin ningún freno más allá del que él mismo se autoimpone, el político: «Entonces había en Constantinopla grandes disputas […] pero éstas eran ya cuestiones políticas, y yo nunca me he querido meter en política».
Por último, en casi todas las obras de Chaves aparecen detalles simbólicos que nos ayudan a entender mejor quiénes son los personajes de sus historias. Chaves, por ejemplo, describe el olor de los lugares («Moscú y Petrogrado olían ya a algo que yo entonces no sabía a qué era: olían a bolchevique»). Da también cuenta de detalles físicos, como cuando, tras ser abordado por un grupo de exaltados en una estación de tren debido a su aspecto burgués, el bailaor flamenco Juan Martínez probó a los bolcheviques que él era tan proletario como el que más: «Y les mostraba, metiéndoselas por las narices, las palmas de mis manos deformadas por dos callos enormes, cuya contemplación causó un gran estupor a aquellas gentes. Eran los callos que a todos los bailarines flamencos les salen de tocar las castañuelas. Ellos me salvaron». Chaves también recrea gestos que hablan de los valores de los personajes: «Le despedí amablemente. Pero procuré no darle la mano. Bolchevique o burgués, el hombre no debe hacer ciertas cosas. Y si las hace, pues eso: uno no le da la mano. Y no pasa nada más». Y, entre otros muchos detalles significativos, Chaves alude a los espacios cómo metáforas de la vida de los personajes; por ejemplo, en La vuelta a Europa en avión, donde incluye una entrevista al comunista español Casanellas, uno de los participantes en 1921 en el asesinato del presidente del Consejo de ministros, Eduardo Dato: «En las paredes, llenas de desconchados y de manchas de humedad, hay unos cuantos retratos de camaradas españoles y de camaradas rusos. […] Casanellas se queda mirando uno de estos retratos y vuelve a pasear furiosamente. Tengo la impresión de que, para este pequeño español, la inmensidad de Rusia con sus ciento treinta millones de habitantes, no es más grande ni más divertida que la estrecha celda de un penal. Pero, en fin, más holgada que una caja de palo en el cementerio, ya es».
En general, Chaves relata a través de los ojos de los protagonistas. Esas miradas sirven no solo para conocer lo que pasaba (la información), sino también para comprender las motivaciones de los personajes y en todos sus textos pueden apreciarse algunas de las cuatro técnicas del Nuevo Periodismo medio siglo antes de que la publicación de la obra de Tom Wolfe las popularizase y sistematizase.
Wolfe consideraba en cambio que, cuando se buscaba en la historia antecedentes de estos rasgos, se cometían algunos errores porque los escritores anteriores al nuevo periodismo o bien «no escribían no-ficción en absoluto», o bien eran ensayistas «que apenas recogían material vivo», autobiógrafos o «caballeros literatos con un asiento en la tribuna» que no se acercaban lo suficiente a la noticia, sino que la contaban desde la distancia. Los ejemplos anteriores muestran que Chaves escribía sin duda no-ficción, como buen periodista recogía el «material vivo» que Wolfe reclama a los nuevos periodistas, sus textos no eran autobiográficos y, desde luego, se acercó a las noticias hasta el punto de contar con rigor a la historia íntima de sus personajes.
Chaves, por tanto, introdujo técnicas literarias en sus textos periodísticos, acudió al lugar de los hechos, entrevistó a las fuentes más relevantes del momento histórico que le toco vivir y logró que su obra, escrita muchas veces para cubrir la actualidad más inmediata, trascendiese lo informativo para convertirse en piezas literarias universales.
Lo cierto es que Wolfe acabó por introducir en el apéndice de su libro a algunos «candidatos no del todo malos» como antecedentes del nuevo periodismo. Allí cita a James Boswell, a Charles Dickens, a Mark Twain o Antón Chéjov, entre otros. Seguramente, si lo hubiese conocido, Manuel Chaves Nogales hubiese estado en esa lista.