Recordábamos en nuestro primer acercamiento a la obra de Chantal Delsol sobre el crepúsculo de lo universal que una era de la imitación parece haber relevado al empuje profético y mesiánico escondido tras el velo hegeliano del entronizado fin de la historia teorizado por Fukuyama. Así, se puede afirmar que las culturas exteriores a la civilización occidental han atravesado por las fases del deseo mimético expuestas por René Girard. En un primer momento, el modelo occidental se convierte en objeto de deseo, todas las naciones aspiran a imitarlo.
La modernidad occidental, observa Delsol, “no es una posibilidad que se pueda tomar o dejar. Despierta envidia y rápido se convierte en el objeto de un deseo insaciable: ‘Europa, país de santas maravillas’, decía Rozanov”. Pero, pasado un tiempo y conforme se avanza en el sentido de la occidentalización, esas mismas culturas exteriores circulan mentalmente desde el deseo emulativo hacia la rivalidad mimética. “La vergüenza de haber reorientado las preferencias propias para amoldarlas a una jerarquía de valores foránea, el haberlo hecho en nombre de la libertad y el soportar miradas por encima del hombro por la supuesta incompetencia en el intento son las emociones y experiencias que han alimentado la contrarrevolución antiliberal comenzada en la Europa poscomunista (…)”, escriben a dos manos Krastev y Holmes en La luz que se apaga.
Sin embargo, Chantal Delsol retrotrae esta espiral de imitación y repudio de Occidente mucho antes de la caída del bloque soviético. Advierte, por ejemplo, de que en Rusia la corriente eslavófila se desarrolla al comienzo del siglo XIX “en reacción contra un mimetismo forzado”. Como puede comprobarse, la heurística girardiana no es solo una hipótesis ad hoc sino una categoría universal de interpretación.
Milenarismo, Katehon, drama y tragedia
Nuestra autora observa que esta guerra de dioses provoca una reacción apasionada en sentido contrario por parte de los populismos conservadores e identitarios, que se refugian en la idea del Katehon, a la que la obra dedica páginas luminosas.
Si el milenarismo es la imagen cristiana a la que se acoge la escatología progresista, el Katehon, misteriosa figura paulina de la Epístola a los Tesalonicenses que representa el dique frente la anomia del Impío, es su equivalente en la cosmovisión decadentista y desesperada de sus opositores europeos. Diagnóstico certero para esta época incierta y trágica: ni los primeros creen ya en su victoria ni los segundos creen que su resistencia prometa nada más allá de la garantía de un combate perdido de antemano.
La guerra mitológica que se escenifica en la contienda entre occidentismo posmoderno y particularismo conservador parece alcanzar su mayor incandescencia en el debate sobre la cuestión de la inmigración. En esta controversia, que encarna típicamente el conflicto apasionado de valores contrapuestos, la polarización desatada no admite equilibrios.
La visión occidentista, virtuosamente interpretada a nivel político por el discurso de Merkel sobre los refugiados y moralmente convalidada por los reiterados mensajes del Papa Francisco, exuda una visión ilimitada de la caridad cristiana y un sentido del deber de hospitalidad que no admite distingos ni consideraciones particulares. Aquí la moral excluye cualquier valoración política y se traduce en un chantaje psicológico permanente hacia quienes se atreven a oponer la necesaria protección de la cultura de acogida.
Es una verdadera guerra de valores, con el binomio Clinton/Trump como personificación histórica. Como telón de fondo, dos cosmovisiones contrapuestas. Por un lado, la modernidad psico-rígida, aspirante prometeica al triunfo sobre los elementos y sobre el destino, pretende convertir la tragedia en drama. El drama, nos dice Delsol, es una historia desgraciada en la que la dirección del bien es conocida, aunque sea difícil de alcanzar.
Por el contrario, el núcleo de la tragedia reside en la lucha entre valores igualmente esenciales: es una guerra de dioses. En la tragedia el héroe no es aquel que derrota al dragón (un mitologema, por cierto, al que se adhiere la cosmovisión demonológica progresista) sino aquel que descubre el equilibrio, ya que no existe un único dragón. En esta tensión el héroe descubre también su destino y el sentido del límite, valor desconocido para los posmodernos. No es el amo y señor de la Tierra. De ahí que la modernidad vanidosa no ame la tragedia, observa nuestra académica. Porque buscar el equilibrio entre valores contrapuestos es demasiado humillante para el hombre moderno, que exige resolver hegelianamente las antinomias, disolviéndolas en la razón. Por eso busca chivos expiatorios que le den razón al Imperio del Bien, por retomar la expresión de Phillippe Muray.
Los pueblos de la Europa central y poscomunista se burlan de esta imagen grotesca de la modernidad occidental, resumiéndola en la fórmula de Jan Kott: “la tragedia bajo un cielo vacío”. La desgracia de los europeos consiste en seguir viviendo la misma tragedia que sufre la humanidad desde su nacimiento y en haber vaciado el cielo que todavía poblaban los espíritus de sus antepasados. Pero los pueblos, del mismo modo que no pueden vivir sin moral, tampoco pueden vivir sin dioses. Que de los altares han hecho los demonios su morada ya nos advertía Jünger. El maniqueísmo parece, en este sentido, la antropoteología geminada de nuestro tiempo, como también nos recuerda a su modo Rusell Ronald Reno en su brillante ensayo El retorno de los dioses fuertes.
Estas categorías maniqueas se trasladan irremediablemente a la concepción de la política, que se convierte así en caja de resonancia de la moralización exacerbada de los tiempos y de la brutalización de los usos y modos políticos. En un lado del tablero (en el lado del Bien, se sobrentiende), las democracias liberales posmodernas, poseídas por la fiebre humanitaria de la “política de la piedad” (Arendt), instalan a sus gobernantes en la cómoda posición de la maternidad benefactora, aboliendo las distancias y eliminando la mediación consustancial al ejercicio del poder.
Enésima provocación: si aceptamos con Zemmour que la feminización es el signo de nuestra época post-sesentayochista, debemos deducir que es el matriarcado, y no el patriarcado, su horizonte de sentido político (o biopolítico, por ser más precisos).
Esta dulzura democrática explica el sentimentalismo de nuestras elites políticas y mediáticas. Fascismo cordícola, lo llamó Murray. Recordemos a la alcaldesa canaria que sollozaba este pasado verano ante las cámaras por los inmigrantes rescatados en las costas. Vivimos en Cordicópolis. Esto explica también el hecho de que la víctima se haya transformado en el héroe de nuestro tiempo, como ha demostrado magistralmente Daniele Giglioli. La cuestión es saber, señala Delsol, si lo que se espera de un gobernante es compasión o sentido de la justicia.
En el otro lado del tablero (el del Mal, huelga decir), están las democracias iliberales que, por el contrario, destacan que la política consiste en defender los intereses de una sociedad determinada y no en ayudar primero a los otros. Insumisión pues al Big Other y al síndrome de la culpabilidad narcisista. Intolerable blasfemia en el universo del etnomasoquismo occidental, que ha hecho de la oikofobia su catecismo interior.
De todo ello se sigue una multiplicación de la violencia simbólica entre posmodernos y populistas. El propio Macron llegó a afirmar que no se conocen mujeres “perfectamente educadas” que decidan tener muchos hijos. Lástima que mujeres como la juez Amy Coney Barrett y la propia Delsol, madre de seis vástagos de quien fuera ministro de Defensa de la República, Charles Millon, desmientan el juicio de nuestro pequeño Napoleón de las finanzas. “Esta situación – alerta Delsol- es peligrosa para la democracia” pues la transformación de la política en guerra y del adversario en enemigo borra la confianza en el régimen. Pasaríamos, por decirlo en los pseudo-schmittianos términos de Chantal Mouffe (la Chantal amiga de Errejón, nuestro Trotsky sin nuestro Mercader), de una democracia agonística a otra antagonista, prefacio de una situación de guerra civil larvada.
¿Otra modernidad es posible?
Ante esta situación de brutalidad simbólica y enconamiento moralista, ¿es posible hallar un equilibrio? Nuestra autora no se hace demasiadas ilusiones pero se esfuerza en rastrear un refugio racional para la esperanza. ¿Y dónde encontrarlo? Ante el derrumbe de una modernidad monolítica, frente al crepúsculo del majestuoso concepto de lo universal que distingue a la soberbia posmoderna, parece dibujarse en nuestro horizonte histórico una pluralidad de alter-modernidades, y entre ellas también hay que elegir.
El totalitarismo tecnológico de la China contemporánea parece un remedio peor que la enfermedad. Tampoco la Rusia autocrática y ortodoxa de Putin puede ser un modelo a seguir para las naciones educadas en el amor por la libertad y el ideal griego de ciudadanía. Al otro lado del Atlántico, demasiado lejos de Europa, queda la experiencia aventurera de Trump. Mucho más lejos queda el Islam fundamentalista, ya sea el de los jeques y sus petrodólares o el de la Turquía de Erdogan, rostros ambos de una modernidad Frankenstein, aberrante y monstruosa.
Sin embargo, en el centro mismo de Europa, los países del llamado grupo de Visegrado, sí parecen representar ese equilibrio. Equilibrio entre tradición y modernidad, entre emancipación y arraigo, entre realismo cínico y utopía milenarista, entre individualismo posmoderno y holismo identitario, entre lo universal y lo particular. Lo curioso es que países como Hungría o Polonia sean tan diabolizados por la vulgata posmoderna como todos los anteriores o incluso más, pues como advierte con lucidez Delsol, el reproche es mayor para los que se empeñan en bajar voluntariamente los escalones de la modernización que para los que aún no los han podido subir sin culpa. No se trata de dictaduras, aclara Delsol -estudiosa del pensamiento político de esa Europa Central que se descentró de Occidente con el Telón de Acero- sino de democracias que quieren poner ciertos límites a la libertad. En otras palabras, que anteponen el orden a la libertad pues entienden que no hay libertad sino dentro de un orden. “La verdad política, cualquiera que sea su forma, no es más que el orden y la libertad”, proclamaba Chateaubriand. La hibris posmoderna parece haber olvidado la primera parte de la ecuación. El mal llamado “iliberalismo” de Viktor Orban bien pudiera ser la última esperanza para la libertad, al menos para la libertad tal y como la ha entendido siempre nuestra civilización.
Corrientes de pensamiento hoy casi olvidadas en el Occidente posmoderno pero que en su día representaron lo mejor del pensamiento europeo de posguerra, como el ordoliberalismo de autores como Wilhelm Röpke o Müller-Armack, se inscribían en esa línea de interpretación histórica, tan atenta a la decadencia espiritual de Occidente como al necesario equilibrio entre el orden y la libertad.
Para Delsol, ordoliberal coherente con nuestra tradición occidental que es tradición de la libertad, como recuerda Dalmacio Negro, se trata de recuperar esa armonía cada vez más difícil en medio de esta conflagración simbólica provocada por la ideología occidentista. “Particular y universal: ni uno ni otro es un valor absoluto. El exceso de uno u otro es nefasto”.
Ciertas ideologías absolutizaron uno de los dos valores en detrimento del otro. El nazismo absolutizó lo particular. El comunismo absolutizó lo universal, y esa misma pretensión anida también en lo más hondo del discurso y programa posmodernos. En una situación real, humana y encarnada, las dos exigencias coexisten en lo que Romano Guardini, a quien apela Delsol, llamaba “unidad tensional”. Para defender estos valores parece imprescindible elevar la temperatura moral y espiritual de nuestro tiempo sin olvidar el mensaje contenido en el célebre discurso sobre el valor pronunciado por Solzhenitsyn en Harvard el 8 de junio de 1978.
El equilibrio antropológico, cultural, moral y político propuesto halla su centro en la phronesis griega y parece coincidir con la declaración auspiciada por el recientemente fallecido Roger Scruton (Scruton, Cómo ser Conservador, Homo Legens), “Una Europa en la que podemos creer”, declaración que también patrocinó Chantal Delsol en Francia junto a importantes filósofos como Pierre Manent y Rémi Brague, y que entre nosotros suscribió el ya citado Dalmacio Negro.
“Una Europa fundada en el personalismo en vez del individualismo hubiera escapado de este momento difícil”, declara Delsol al final de su obra. Una apuesta por el personalismo clásico y comunitario. Por un sentido del arraigo no reñido con la libertad. Por una idea de libertad no solo al alcance de ángeles nómadas sino de cuerpos y almas que conservan su devoción por las tumbas de sus antepasados. Bien podría resumirse todo esto con las palabras de nuestro Juan Ramón Jiménez: “Raíces y alas, pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen”. Unas palabras con las que la filósofa francesa bien podría haber sellado el mensaje que encierra su sugerente ensayo.
- Chantal Delsol, Le crépuscule de l’universel, Les éditions du Cerf, février 2020, 377 páginas.