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El camino a la madriguera

Este cambio de estación es cambio de biblioteca. Contra el frío, vino tinto y libros viejos. Poca luz. La casa palpita soledades a esa hora en que todo fulgor en la oscuridad se vuelve ambarino y acogedor. La noche casi novenbrina es la boca de un lobo hambriento. Decaen mis ojos por el ventanal, con una exigua curiosidad por los avatares del exterior. Hay noches de exasperante irrelevancia. Noches en que, al surcar las esquinas del reloj, no sabes si eres golondrina o murciélago.
Forman un extraño patrón los cuartos encendidos, la helada que bautiza la ciudad, y la luna, coronándola, de un blanco picante y desdibujado por el vaho. En la ventana del edificio verde, una abuela, casi en penumbra, calceta ropa de bebé. Puedo tocar las nostalgias sonrientes que dibuja su rostro. El frío ha devuelto a la madriguera a todos los lobos solitarios. Y no nos queda nada que salir a cazar.
Envío al fondo de la estantería las obras ligeras de los días de playa. Las páginas llenas de sonrisas, los ensayitos sin pretensiones, y las novelas de aventuras. El ritual, otra vez. Vuelven a la primera fila los versos oscuros, las novelas de desdicha, y los ensayos sobre los usos y costumbres de muchos siglos atrás.
Supongo que también el alma se amolda al calendario. Una manta sobre las piernas en la butaca. El humo de un café. El silbido cortante del silencio. La contemplación de la inmensidad del universo, en esa bóveda estrellada que miraban mucho más nuestros abuelos. Y algunos libros para recordar, sobre las rodillas, que inspiran la melancolía infinita de este gélido anochecer.
En las Memorias de la casa muerta, escribe Dostoievsky: “la primavera, el fantasma de la libertad medio vislumbrado, la alegría de la naturaleza, todo contribuía a aumentar mi tristeza y mi exacerbación nerviosa”. Como la de  Jeanne de Maupassant después de vender la mansión de su vida, Los Chopos; ya todo daba igual. O el Erwin de El bebedor, que ve explotar su matrimonio en los imperceptibles síntomas de un pastel que no le ofrecen, de una telaraña que nadie limpia, o de una alfombra que quizá nunca debió pisar con los pies mojados.
Recorro también poemarios de horario invernal, con el desdén de un vagabundo, que sabe que no se ha escrito aún el verso que alimente el estómago. Podrían calentarte el alma, pero también podrían romperte el corazón. Los versos del peligro, de Luis Alberto de Cuenca, los santos de Fray Luis de León, los de exaltación de Mesanza, los elevadísimos de Holderlin, los embrutecidos de Gil de Biedma: “Si subiera al salón / familiar del octubre / el templado silencio / se aterraría”.
Ahora que la noche ha caído con toda su densidad, apenas quedan luminarias prendidas en los edificios, y el tráfico se ha vuelto un goteo perezoso, esta mezcla de frío, sosiego, y vapores me empuja a la cama. Entre las manos, la lóbrega Devastación. “Esta oscuridad dejaba todo muerto”, dice el protagonista, “era inmóvil, era la misma cuando te despertabas que cuando te dormías, y cada vez me resultaba más difícil encontrar un motivo válido para levantarme por la mañana”. Esta penumbra también parece matarlo todo, quizá porque la marea helada de este octubre, al bajar, deja escritos en la arena a bohemios, solitarios, y borrachos, versos como los de Luis Alberto de Cuenca: “Las mujeres te habían retirado / su protección, los dioses su asistencia / y la literatura su cobijo”.

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