Hace ahora cien años, el joven americano Thornton Wilder se estrenaba como maestro de francés en un internado de chicos, tras haber pasado un año en Roma después de terminar la carrera. Por las noches aprovechaba el silencio para escribir, dando salida a todo lo que había visto y aprendido en su estancia en “la tierra de Virgilio, Cicerón, Tasso y Dante”. Sus memorias de Roma se convirtieron en La cábala: estudiante americano llega a intimar con un círculo de romanos excéntricos y privilegiados, “fieros esnobs intelectuales, muy ricos e influyentes, y tan maravillosos que se sienten muy solos”: tanto así que todos los temen y sospechan que conspiran para revolucionar las cosas. (Lo sospechan con razón: el impulso vital de los componentes de la Cábala es su empeño por restaurar la monarquía católica en Francia: “Somos latinos, no godos.”) Parece autobiográfica, pero, en la carta que envía Wilder a un editor con El trasteverino (uno de los títulos que consideró para la obra), dice que “aunque dan la impresión de ser retratos fieles de personas reales, la obra es puramente imaginativa, a la manera de Marcel Proust o Paul Morand”.
Quiso evocar “la Roma de la experiencia y la Roma de la imaginación, y la emoción que nos produce Roma cuando ya no estamos allí”. Wilder recordaría después que durante su año romano conoció a muy pocos miembros de la aristocracia, y a ninguno de la jerarquía eclesiástica. Los personajes están sacados de “mis lecturas de Marcel Proust, las memorias del duque de Saint-Simon y las creaciones de La Bruyère”. La novela fue muy bien recibida, pero pronto quedó eclipsada por la segunda: El puente de San Luis Rey, que le brindó fama internacional y su primer Pulitzer.
Quien haya tenido la desgracia de ver la película, que la borre de su mente: debería llamarse Cómo hacer una cinta infumable con un elenco estelar a partir de una novela deliciosa. La novela, breve y delicada, nos presenta la sociedad limeña del siglo dieciocho, resumida en las historias de las cinco personas que cruzaban el puente en el momento en que se desplomó sobre el abismo. Wilder jamás puso un pie en Perú; pero tuvo la suerte de una excelente formación: hablaba varios idiomas, y era entendidísimo en la poesía de Lope de Vega; desde muy joven ya tenía buena base de mitología, historia y literatura. Perteneció a la última generación de americanos que obligatoriamente estudiaron latín en la escuela. El caso es que su retrato de la Lima colonial es una maravilla. Wilder escribió en su diario, en las fechas en que ultimaba el libro: “Algún día, alguien descubrirá que una de las ideas principales tras mi obra es el miedo a la catástrofe (especialmente la enfermedad y el dolor), y mis dudas en cuanto al poder de la religión para arrostrar la situación”. Un poco más adelante dice también: “En La cábala se me empezó a ocurrir que sólo el amor basta para reconciliarnos con la dificultad de vivir (es decir, la dificultad de ser bueno); en El puente estoy un poco más seguro. Tal vez algún día pueda escribir un libro anunciando definitivamente que el amor es suficiente”.
La mujer de Andros, basada en una comedia de Terencio, es, según Wilder, su primera novela de verdad, “en el sentido de que las otras eran colecciones de historias, novelas breves unidas por un hilo”. Se desarrolla en una isla griega imaginaria, hacia el 200 antes de Cristo, y la protagonista es Críside, una bella hetaira forastera que organiza simposios en su casa y además acoge a todas las personas desamparadas que se encuentra. Como ya iba siendo habitual, Wilder reflexiona sobre el significado y el rumbo de su propia obra. Llega a la conclusión de que, con respecto a los “temas inabarcables”, el autor “tiene una sola obligación, la de plantear correctamente las preguntas”. La trama de La mujer de Andros está impulsada por la búsqueda de la respuesta a la cuestión de la suficiencia del amor. El joven Pánfilo percibe en sus compatriotas “un amor triste, hecho en gran parte de esperanza, a menudo rechazado y a la espera de la confirmación de su verdad”. Los habitantes de la isla luchan con la naturaleza de “las llamas perpetuas del amor” que arden en el corazón del hombre: el amor romántico, especialmente el primer amor; el amor por la familia; el amor por el saber; incluso el amor por los que la sociedad no ama. Dice Críside: “Si los amo lo suficiente, puedo comprenderlos”. Cree que el lastre más pesado de la vida es “la incomunicabilidad del amor”.
Casi dos décadas más tarde, en 1948 (es importante la fecha), Wilder (que se dedicó más al teatro que a la narrativa) nos traslada de nuevo a Roma y de nuevo a la antigüedad con Los idus de marzo, novela epistolar. En estas cartas, inventadas todas, nos narra con la inmediatez del género (nada de descripciones, ni de diálogos: las cartas hablan por sí solas, y el lector pone lo demás) los acontecimientos del año que antecedió al asesinato de Julio César. Dice Kurt Vonnegut en el prólogo: “Thornton Wilder creía evidentemente que ‘Plus ça change, plus c’est la même chose’, pues el Julio César de este libro, culto, leído, libre de ignorancia y superstición, es en todos los respectos un hombre moderno. Los idus de marzo, aunque se desarrolle en la Roma antigua, podría tratar de un brillante y humanísimo dictador en el presente, y lo que sería la vida para los hombres y mujeres de su entorno”. Retoma el tema de El puente de San Luis Rey: la posibilidad de que algunos seres humanos, o todos, tengan un destino inevitable. Crea un César que espera ser asesinado, y que se sorprende en ocasiones al ver en qué se ha convertido. Los remitentes y destinatarios de las cartas son, aparte del propio César, un sinfín de personajes del momento; entre ellos ocupa un lugar destacadísimo la fascinante Cleopatra, que estuvo efectivamente de visita en Roma (viviendo en el Trastévere) en aquel año que precedió al magnicidio, y suyas son las cartas más encantadoras de la obra. Interesantísima también es la escandalosa Clodia, así como su enamorado Catulo; otros corresponsales son Julia Marcia, Servilia, Calpurnia y Pompeia (Wilde se permite algunas licencias históricas); Marco Antonio, Cicerón, Catón o Suetonio.
Wilder escribía muy despacio, a mano, porque le parecía que la máquina contaminaba su arte. Entre sus reflexiones acerca del arte literario destaca la siguiente: “Miremos al narrador. De su cabeza saca almas y destinos. Parece que en el centro de la naturaleza humana hay una ley según la cual el medio más potente para comunicar ideas sobre lo que significa estar vivo es envolviendo en una historia aquello que vislumbramos”. Wilder crea historias maravillosas con un lenguaje hondamente poético. Así termina La mujer de Andros:
En el mar, el piloto aguantaba el aguacero, y en el valle el pastor se daba la vuelta abrigándose con el manto. En los montes, los arroyos secos empezaban a llenarse de nuevo, y el estruendo del agua al caer de un nivel al siguiente, atropellando las piedras que se encontraba, retumbaba en los barrancos. Pero tras las densas nubes se alzaba la luna, radiante, que arrojaba su resplandor sobre Italia y sus montañas humeantes. Y en Oriente, las estrellas brillaban serenamente sobre la tierra que pronto se llamaría Santa, y que ya preparaba su tesoro.