El libro ‘La sociedad de la nieve’ va mucho más allá que la película en la indagación sobre el sentido que los protagonistas del accidente de los Andes dieron a la tragedia.
La noche de los Oscar, en la que ‘La sociedad de la nieve’ no ha logrado ninguna distinción, nos permite volver sobre una historia impactante que ofrece muchas perspectivas y que conviene no mirar desde un único ángulo. No hablaré aquí de la película de Juan Antonio Bayona, muy notable en la recreación fidedigna de lo que podríamos denominar la peripecia de la historia, lo que pasó en aquellos 72 días terribles de 1972, desde que el avión se estrelló en los Andes hasta que los 16 supervivientes fueron finalmente rescatados.
Pero basta la lectura del libro de Pablo Vierci en el que está basada para descubrir muchos otros aspectos de la historia. El principal: cómo los supervivientes han elaborado en sus vidas, durante los más de 50 años transcurridos, aquella experiencia, traumática, por un lado, pero de extraordinaria hondura humana, por otro. Cómo les permitió acceder a otra dimensión de la realidad y cómo han intentado preservar lo mejor de aquello en su vida posterior. “Nunca fuimos mejores que en aquellos días” es una frase que se repite mucho entre los testimonios que recoge Vierci. Una frase que, por un lado, apunta a la radical excepcionalidad de lo vivido, y, por otro, a una verdad desconcertante: la experiencia más terrible y desoladora fue el misterioso humus que hizo posible la aparición del mejor rostro de lo humano, el del desinterés más radical, el de la más entregada generosidad y entrega al otro.
En el prólogo del libro, Vierci destaca esta idea. La experiencia de los Andes parece reforzar la visión optimista del ser humano y contradecir la idea del hombre como lobo para el hombre. “Contrariamente a lo que predicen las ficciones apocalípticas, no hace su aparición la jauría humana, el ‘sálvese quien pueda’. En lugar de ello asoma el espíritu solidario, donde lo prioritario es atender al más lastimado: la salvación es colectiva, con compasión y misericordia, porque cada vez que uno muere, todos se mueren un poco”. Juan Antonio Bayona reconoce también que el aspecto que más le impactó de la historia fue “esa visión profundamente humana y optimista del hombre”, que no es precisamente la que está más en boga actualmente. Aunque sólo fuera por esto, merece la pena volver al drama de los Andes.
Pero conviene que nos detengamos, aunque sólo sea un momento, en el aspecto más controvertido de la historia: la decisión que adoptaron los supervivientes de usar los cuerpos de sus compañeros y amigos muertos para alimentarse y poder así seguir vivos. Estamos ante una transgresión radical de un tabú cultural poderosísimo, y de raíces remotas ligadas a la conformación de la civilización: la prohibición de comer carne humana. Un tabú que en nuestras sociedades se ha venido justificando hasta ahora por la sacralidad del hombre, que no es sólo un animal más, sino un animal especial dotado de alma.
En aquella sociedad de los años 70, en la que todavía estaba viva y extendida una dimensión simbólica y espiritual de lo humano, el comportamiento de los supervivientes resultó perturbador. Se entendía, eso hay que dejarlo claro, a la vista de la situación de extrema necesidad en la que habían sido colocados. Incluso se admiraba que hubieran podido sobrevivir. Pero saber que habían tenido que alimentarse de cuerpos humanos resultaba sobrecogedor. Y esa misma incomodidad radical afectaba a los supervivientes.
La lectura del libro de Vierci revela que ellos lograron elaborar su comportamiento y se convencieron de haber hecho lo correcto, pero la conciencia de la transgresión cometida no les ha abandonado nunca. “Todos experimentamos ese momento de degradación, de comerte a la muerte. Y por eso todos nos morimos un poco ese día”, recuerda Roberto Canessa. Y, sin embargo, nunca mejor que en este caso puede decirse que alguien hizo de la amarga necesidad virtud.
En primer lugar, mediante el pacto de los vivos, que autorizaron a los demás a usar sus cuerpos si fallecían. Con esa decisión recolocaron la necesidad en el mundo de la cultura humana, más allá del mero instinto de vivir. Y, luego, mediante la conciencia y memoria viva de lo ocurrido. Los supervivientes lo han utilizado en sus vidas como impulso para exigirse a sí mismos ser mejores personas; debían aspirar a ser más que ciudadanos comunes, para que todo aquello tuviera finalmente una razón de ser; para que aquellas vidas perdidas, y aquellos cuerpos usados para alimentarse, desposeídos de la posibilidad de un enterramiento ritual digno, encontraran al fin un sentido en la vida de los supervivientes. Y esta motivación debe haber sido muy poderosa porque los testimonios de este medio siglo transcurrido que recoge el libro ‘La sociedad de la nieve’ hablan de un compromiso férreo con esa idea, que se mantiene viva todavía hoy. Un compromiso que se ve en la calidad humana y “buena madera” de los hijos de los supervivientes, según explica Roy Harley.
La gran paradoja de nuestro tiempo es que, por un lado, rebajamos la dimensión singular de lo humano, en nombre de eso que ahora llaman “antiespecismo”, que es un abajamiento del hombre para ponerlo a la altura de lo animal, y, por otro, se sacraliza la vida de los animales hasta el punto de que cada vez más personas ven inmoral alimentarse de ellos. Este doble movimiento nos coloca en una posición muy distinta a la de la sociedad que recibió en shock la noticia de la tragedia de los Andes. Hoy es perfectamente posible que una persona vea con naturalidad que un hombre use a otro para alimentarse en una situación de necesidad, mientras al mismo tiempo considera inmoral alimentarse de animales, por ser algo nocivo para el planeta.
En realidad, el vigor y la actualidad de la historia de ‘La sociedad de la nieve’ tiene que ver con que es una historia que nos habla de otro tiempo y otra sociedad. De un tiempo ‘sólido’, que todavía pervive entre nosotros, aunque debilitado, casi en forma de cenizas o ruinas de una gloria ya pasada. Aunque las cenizas no están apagadas del todo y esperan su ocasión para volver a prender y dar calor y luz.
Los protagonistas nacieron en los años cincuenta, inmersos en una sociedad marcadamente católica, y con una presencia inequívoca de lo espiritual. De ahí que abunden entre los testimonios que recoge Vierci apelaciones constantes a la religión, a la providencia y a la oración. La misteriosa presencia del ‘Ave María’, que sonaba en la radio en los momentos más insospechados, o un crucifijo roto al que se aferraba uno de los supervivientes son sólo algunos ejemplos. El rosario que los supervivientes rezaban cada día es mencionado por muchos de ellos como un momento crucial en el que se tejían a la vez el consuelo, la esperanza y el sentido de comunidad del grupo.
Bayona sido lo suficientemente respetuoso como para no ocultar esta realidad, pero no le da la dimensión crucial que los propios supervivientes le conceden en sus testimonios. Su película habla a un mundo muy distinto, un mundo en el que resulta una rareza exótica, cuando no motivo de burla, ver a alguien rezando. Un mundo en el que la dimensión interior de lo humano, la lucha de la conciencia personal con el error y la culpa, cada vez se ve más desplazada por una existencia basada en la exterioridad. La lucha interior contra uno mismo se ve transmutada en lucha exterior contra la sociedad (ya sea ésta el capitalismo o el patriarcado, por ejemplo). “Ser mujer es una comunidad política”, afirmaba un joven estudiante recientemente al ser preguntado el 8M, y su estrambótica frase resume bien esta deriva.
‘La sociedad de la nieve’ nos habla de una dimensión de lo humano que no tiene por qué desaparecer. Del contraste entre la cómoda vida convencional y la precariedad radical, y de cómo ésta ayuda a valorar la primera, recalibrando de nuevo la brújula de lo importante y lo accesorio. “Volvimos a la sociedad convencional, pero lo hicimos valorando la vida de forma diferente, sabiendo que un vaso de agua puede equivaler a varias horas de ardua tarea para fundir la nieve con los rayos que sol que se cuelan entre las nubes”, recuerda Canessa. “Nuestra peripecia es una interminable sucesión de tolerancias a la adversidad”, explica Carlitos Páez. “Aquella experiencia tan dura se transformó en una catapulta de la que salí disparado para alcanzar otros horizontes, un gran salto desde la penumbra hacia la vida”.
Coche Inciarte lo expresa de otro modo: “Había aprendido que la vida había que merecerla, y que para merecerla había que entregar algo, fundamentalmente afecto”. Y añade: “Le pedía a Dios que me enseñara a llenar ese hueco inmenso que se nos había abierto, un hueco metafísico que no puede llenarse con banalidades ni con conquistas materiales”. Allá arriba, en la miseria más absoluta, halló la respuesta y reflejó en una libretita sus aprendizajes y sus compromisos para el futuro; una libretita que lleva consigo y de la que no se separa “porque me impide, hasta hoy, que pierda el rumbo”.
Otro superviviente, Daniel Fernández, habla de la “espiritualidad agudizada” que desarrollaron aquellos hombres en medio de un contexto que parecía obligarlos a lo contrario, a convertirse en hombres primitivos. “Yo conocía esa zona gris entre la lógica y la esperanza más porfiada. La ciencia, a la que dediqué buena parte de mi vida, es duda; la espiritualidad es fe”. Y en aquella montaña la duda los derrumbaba y la fe los sostenía. Fue una enseñanza para la vida.
Adolfo Strauch recuerda que cuando regresaron a la sociedad tras más de dos meses en el desierto nevado de los Andes la gente les decía que estaban “místicos”, que no eran las mismas personas. Su vida había dependido de su capacidad para apoyarse mutuamente y para colocar en su sitio las prioridades. Pero Strauch cree que no ocurrió porque ellos fueran especiales. “Todos tenemos dentro esa solidaridad. En lo más hondo del corazón. Si te van quitando elementos, llegas al corazón desnudo, donde el ser humano se entrega por el otro. Cuando la muerte golpea las chapas del fuselaje, las costras banales se desvanecen y personas comunes son capaces de gestos extraordinarios”. Pero la conciencia de la muerte y la inquietud espiritual también les ayudaban: “Nadie quería morirse en un estado espiritual atormentado, y eso fomentaba la humildad, la camaradería y la fraternidad (…) por si esa noche o esa tarde te tocaba el turno de marcharte”, recuerda Moncho Sabella.
Lo más extraordinario de ‘La sociedad de la nieve’ es su condición de milagro alquímico. “Para mantener la fe en todo momento, teníamos que ser alquimistas. Transformar la tragedia en milagro, la depresión en esperanza”, resume gráficamente Javier Methol. Todo lo ocurrido en los Andes y después tuvo esa naturaleza transformadora. Y no sólo durante los días de la tragedia, sino en las vidas que llegaron después. Esa otra dimensión de la historia es la que queda fuera de la excelente película de Bayona. Para entenderla hay que acudir al libro de Pablo Vierci, en el que se condensan las distintas formas de sabiduría adquiridas por estos hombres obligados a vivir una experiencia límite.