X
ACTUALIDAD

Corre, corre

Cuando me empeño en que los libros no tienen edad en realidad no quiero decir que un niño de seis años se pueda leer Crimen y castigo tan contento, más bien me refiero a que muchas veces no hace falta entenderlo todo para disfrutar un libro y lo puedes leer de una manera cuando tienes siete y volverlo a hacer de otra cuando tienes doce. Llevo viendo a Lucas partirse de risa con Calvin & Hobbes desde muy chiquitito, pero no sé si podría hacerme una idea real de cómo lo ha vivido él, porque no llegué a Bill Watterson hasta la adolescencia. Yo empecé a leer los cómics del niño y su tigre ya bastante mayor que Calvin y, aunque lo entendía bien, también entendía a sus padres. No sé cómo ha debido ser para Lucas encontrarse a Calvin de igual a igual. A los dos nos hace muchísima gracia, los dos nos tiramos de risa, pero sospecho que no lo hacemos con las mismas cosas. Estamos leyendo lo mismo, pero la lectura debe de ser muy diferente. Todo esto me lleva a pensar que, a pesar de que llevo defendiendo lo contrario toda mi vida, sí que hay libros que es mejor leer cuando eres pequeño porque la sensación si lo haces de mayor nunca va a ser la misma, es imposible. Así que aquí les dejo con cinco ejemplos –estoy segura de que se les ocurrirán muchos más– de libros que hay que darse prisa en leer porque la ventana de tiempo para hacerlo con la mirada limpia no dura más de cuatro o cinco años. Como diría el conejo de Alicia, “Llego tarde, llego tarde”.

 

El perro de los Baskerville, Arthur Conan Doyle

Creo que aquí podría incluir cualquiera de Sherlock Holmes –incluso de Agatha Christie– porque cualquiera es estupendo para leer de pequeño, en realidad. Escojo este porque el título me atrajo siempre muchísimo y, cuando empezabas a leer, la atmósfera de la historia era fantástica –si un libro contiene la palabra páramo más de una vez, pasa a ocupar un lugar cerca de mi corazón inmediatamente–. A los libros de Sherlock Holmes se puede volver toda la vida, naturalmente, y El perro de los Baskerville no es una excepción. Pero cuando eres chico la posibilidad de lo sobrenatural te parece no solo probable sino muy deseable, y no sé si la decepción de que la maldición no sea tal es tan grande cuando uno ha pasado la barrera de la madurez. Definitivamente, no se lee, no se vive del mismo modo si lo coges por banda a los diez que si lo haces a los treinta.

La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson

La novela de Stevenson es un ejemplo claro de libro que se puede disfrutar a cualquier edad, porque eso es lo que pasa con las historias así de redondas, que llegas a los 70 sin habértelas leído y las puedes coger y engancharte como un niño… pero no exactamente. No es lo mismo, no puede serlo, empapártelo cuando rondas la edad de Jim que cuando has llegado a la de su madre: la marca negra, esos momentos de desasosiego escondidos bajo el puente mientras los piratas buscan el mapa del tesoro por la posada, el sonido de la pata de palo de John Silver, su loro y los doblones de a ocho… Pero, sobre todo, no creo que un adulto pueda tener ese sentimiento tan profundo de ambivalencia con Silver, ese no terminar nunca de estar seguro de qué suelo pisas con él, si te está dando coba –por descontado– o no. En casa se lo leímos en alto a Lucas y a Violeta hace ya al menos cinco años y nunca olvidaré la sensación de tensión, expectación y el silencio que se hacía cuando se metían debajo del edredón, listos para el capítulo de la noche.

El pequeño Nicolás, Sempé/Gosciny

A mi hermano Mauro le entraban tales ataques de risa cuando leía estos libros de pequeño que se le caían de las manos. Me parece difícil que puedan producir el mismo efecto en un adulto: el caos, las ocurrencias, las peleas, los recreos –o esos nombres tan fantásticos: Eudes, Alcestes, Agnan, Majencio­– tienen un significado muy diferente para alguien que todavía va al colegio. Yo, desde luego, no los he podido volver a leer de la misma forma. Me consta que estos libros tienen una serie de defensores que vuelven a ellos una y otra vez pasados los cuarenta y más allá, pero no creo que sea el mismo caso de otros libros que sí encuentro más para todos los públicos. Puedo lanzarme a Papá Piernas Largas o a La telaraña de Carlota sin problema, pero a lo más que puedo llegar con el pequeño Nicolás es a esperar que mis hijos lleguen a disfrutarlos como los disfrutó mi hermano –o, por lo menos, como lo hice yo, que tampoco estuvo mal–.

Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain

Cuando lees Huckleberry Finn de niño lo haces con los ojos más limpios que vas a tener jamás. Es imposible leerlo del mismo modo de adulto porque pasada cierta barrera ya has visto tantas cosas que la suspensión de la incredulidad llega solo hasta cierto punto. O quizá sea algo mucho más simple que esto: la capacidad que solo tiene un niño para ver al negro Jim a través de los ojos de Huck, y de vivir el conflicto interior del chavalillo casi en primera persona, sin la distancia que te dan los años y la experiencia. Lo puedes disfrutar de mayor, claro que sí, porque al igual que La isla del tesoro es uno de esos libros que son tan perfectos que sirven para cualquier edad. Pero, una vez más, la emoción no es la misma.

Matilda, Roald Dahl

Roald Dahl y Astrid Lindgren tienen una cosa fundamental en común, y es que llegaron a adultos sin olvidar por un momento lo que se siente cuando uno es niño, lo que los coloca a años luz del resto, en mi opinión. Cualquiera de sus libros ayuda a pasar una infancia mejor, porque en todos saben llegar a lo más hondo del corazón de un niño. Son historias alegres que no obvian tampoco las dificultades a las que nos podemos enfrentar en la vida, pero en lugar de regodearse en eso le dan una vuelta imaginativa a las posibles soluciones –y pequeñas venganzas, por qué no–, que tanto nos alivian cuando tenemos ocho años, por ejemplo, y nos da la sensación de que el control sobre nuestras vidas está completamente fuera de nuestras manos. He escogido Matilda porque me gusta el papel que desempeñan los libros en la vida de la protagonista como vía de escape y de liberación, y porque a mí la idea de que alguien pueda florecer a pesar de vivir en un entorno horrible y con todo en su contra, aunque poco probable, me ayuda a mantener la fe en la humanidad. Yo diría que hay muchos de los libros infantiles de Dahl que se pueden leer de adulto, o que se pueden disfrutar leyéndolos a tus hijos o sobrinos; pero si los lees de niño, qué regalo.

 

 

 

 

 

 

 

También te puede interesar