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Contra el mito Carl Schmitt

El travestismo ideológico a beneficio de inventario constituyó una escapatoria biográfica, no siempre moralmente reprochable, para muchos supervivientes de un siglo marcado por la violencia y la propaganda. Contra una incansable legión de acusadores y detractores, empeñados en forjarse un nombre a su costa, Carl Schmitt, último representante del ius publicum europeaum, se amotinó, en cambio, contra el espíritu de una época que fue, también en parte, la suya: “Soy un no-converso en una época de conversiones infinitas”. Solo con el título de la obra que aquí consignamos, Contra el mito Carl Schmitt (Renacimiento, 2018), su autor, el profesor de la Universidad de Murcia Jerónimo Molina Cano, nos recuerda que pensar es también pensar contra alguien, como ya advirtiera, entre otros, nuestro Gustavo Bueno.

 

 

No menos nuestro fue el jurista de Plettenberg aunque naciera en la región montañosa del Sauerland, nombre que nos recuerda a las provincias sureñas de la Antigua Sajonia. “¡Pienso, luego tengo enemigos! ¡Tengo enemigos, luego existo!”, advertía a Francisco Javier Conde en carta fechada el 14 de junio de 1954. Del mismo modo que Donoso Cortés se ganó el derecho a ser reconocido como el más europeo de los pensadores políticos españoles del siglo XIX, le cupo a Schmitt (y a España) el honor de ser reconocido como el más español de los pensadores políticos extranjeros. El lúcido silencio de este pobre melancólico, ni cínico ni hipócrita, resuena con elocuencia atronadora a lo largo de las páginas de una obra con la que, por mucho que quisiera (y no quiere), no habría podido Jerónimo Molina liberar a Schmitt de todos sus enemigos. Ninguno de los dos canta la palinodia y parecen tener presente la advertencia de La Rochefoucauld: “La reconciliación con nuestros enemigos hecha en nombre de la sinceridad, de la delicadeza y la dulzura no es otra cosa que un deseo de salvaguardar la propia condición óptima, fatiga de guerra, y temor a algún acontecimiento pernicioso”. Carl Schmitt, “derrotado dos veces, en 1919 y 1945, no pide perdón por sobrevivir a una época terrible”, escribe Molina Cano en la primera línea del primer capítulo del libro. Toda una declaración de intenciones, por no decir de guerra. No servirán, pues, estas páginas para fumar, arrodillados ante el altar del consenso históricamente correcto, la pipa de la paz. No obstante, es mérito de la obra aquí presentada que salga de ella Schmitt sin contar entre sus enemigos a ninguno de sus lectores, quizá tanto como para poder proclamar, enmendando a Richelieu con epitafio no menos inmortal: “No he tenido más enemigos que los de la inteligencia política”.  

 

¿Desmontando a un mito?

Escribir contra alguien es una cosa pero hacerlo contra un mito es escribir solo contra todos. No hace falta leer a René Girard para saberlo. Asediado por el irenismo de un lado y la tiranía de la penitencia de otro, el profesor Molina Cano, a quien además debemos recientes ediciones y tratados sobre teóricos políticos de la talla de Julien Freund o Gaston Bouthoul, persevera en su continuación de la lectura por otros medios, como él la llama. A la vista de estos intereses, a nadie extrañará descubrir que el autor cultiva sine ira et studio la noble tradición, marginada pero no marginal, del realismo político y de su legítima descendencia, la polemología. El lector agradece que salga airoso en su particular contienda y, entre una Escila y Caribdis que casi se confunden con Eros y Thanatos por la audacia académicamente suicida del propósito, logre desafiar esquematismos al tiempo que sortea anatemas. 

Me admira cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno”, dejó dicho Sartre. Sabía bien de lo que hablaba. Molina Cano ni siquiera finge admiración alguna. Tampoco se rasga las vestiduras. Imposible el diálogo con quienes utilizan la ética para llevar la razón, diría Max Weber. Schmitt anota esto en su diario el 16 de noviembre de 1947: “Vivir de la culpa de otro es el modo más bajo de vivir a costa de los demás”. Modus vivendi que se confunde hoy con el pathos de la victimolatría contemporánea. El autor no ignora que de nada sirve derribar mitos con razones. Sabe muy bien de lado de quien se pone siempre la razón desde el momento en que el Leviatán Filantrópico ocupa el lado correcto de la historia. “De los altares olvidados han hecho los demonios su morada”, escribió también Jünger. Su esfuerzo consiste, por el contrario, en descubrir al lector nuevas razones para alimentar una conversación estimulante con el solitario del Sauerland más allá de las servidumbres de la cliopolítica. No hablamos, por descontado, de un pensador cualquiera. A pesar de la mala fama tan legendaria como injusta que le persigue, Molina Cano destaca que Schmitt se alza como el más joven de nuestros clásicos políticos, junto a Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes y Tocqueville, según la famosa relación de Wilhelm Dilthey.

Una edición de altura

El libro, ejemplarmente editado por la editorial Renacimiento (como por lo demás es costumbre en su extenso catálogo), reúne, además de una gavilla de breves e interesantes ensayos que el autor ha dedicado a lo largo de los años al jurista de Plettenberg, una docta selección del epistolario de Schmitt con algunos de los más insignes autores de la injustamente sepultada en el olvido generación de los juristas españoles de Estado que arranca en 1935. Destaca, en este sentido, la presencia de interlocutores schmittianos como Jesús Fueyo o Francisco Javier Conde, lumbreras que fueron del no muy gloriosamente fenecido Instituto de Estudios Políticos con quien tanta relación mantuvo, a lo largo de los años, el pensador alemán. Muchos quieren hoy olvidar que fue en aquel Instituto hoy convertido en oráculo castizo del derecho constitucional cosecha del 78 donde, en fecha no tan lejana como 1962, se distinguió al decisionista indeciso germano como miembro honorario. Fue nada menos que Manuel Fraga Iribarne quien, en su laudatio con ocasión de tan memorable circunstancia, anunció que “Carl Schmitt es ya miembro de la comunidad inmortal de los grandes sabios de todos los tiempos”. ¿Hubiese adelantado el dirigente de cierto popular partido político la mudanza de su sede de conocer esta mancha en el historial democrático de su fundador? Si le quedara alguna duda la hubiese disipado inmediatamente al descubrir que Schmitt, además de partidario de la canonización de Felipe II, se atrevió también a declarar en carta escrita en 1950 a Francisco Javier Conde lo siguiente: “no olvide nunca que los enemigos de España han sido siempre también mis propios enemigos”. Afortunadamente, en el clonado perfil de cualquier joven dirigente reformista y “liberalio” (en expresión del gran Hugues) otros menesteres ajenos a la lectura de los clásicos del pensamiento político, y sin duda mucho más apremiantes, ocupan sus labores y sus días. 

 

 

La Esparta pitañosa

El lector juzgará si las compañías exegéticas españolas de la obra de Schmitt empeoraron o no desde aquellos nacionalcatólicos tiempos hasta hoy, en que las nuevas ediciones de sus libros solo brillan fugazmente bajo el foco mediático en algún acto cultural esotérico de la facción morada del gobierno de colisión. La Atenas que fue la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, que frecuentaron los profesores arriba mencionados junto a otros ilustres como Luis Diez del Corral, poco tiene que ver con la “Esparta pitañosa” que es hoy, como nos advierte el autor con fórmula harto elocuente para describir la helena metamorfosis. La larga vida de Schmitt no llegó a alargarse tanto como para sufrir la decrepitud que transformó apellidos como Fueyo, Tierno o Conde en otros más pintureros como Iglesias, Monedero o Errejón. De haberla sufrido nadie podría reprocharle que trocase las compañías españolas por las francesas o italianas, como de hecho ya sucede con las mejores y recientes reediciones europeas de su obra. Que el verbo certero y preciso del Kronjurist haya sustituido la lengua de Cervantes por la de Racine y la de Dante solo demuestra que la pluralidad de Europa es un refugio para la decadencia de cualquiera de sus naciones. Para lo que no se ha encontrado solución es para la decadencia general de una civilización.

El lector agradecerá también, en el desmitificador retrato de este íntimo Schmitt, la acertada incorporación de una galería fotográfica a modo de colofón confirmatorio de su impenitente hispanofilia. La fotografía de un Schmitt desenfadado tocando el piano con que se ilustra la portada del libro podría llegar a despistar. La vulgata antitotalitaria de corte psicoanalítico nos ofreció un retrato poderoso que parecía desmentir la banalidad del mal teorizada por Hannah Arendt. Detrás de un comandante de las SS puede esconderse un pianista que interpreta a Schubert o Beethoven. O al revés. Afortunadamente, la película de Polanski ayudó a expurgar esa imagen inquietante. No sabemos si hay provocación deliberada por parte del autor de la obra, para quien el humor no está reñido con la erudición. Lo cierto es que en este caso Schmitt se conforma con mucho menos aunque no por ello se librará de histeria de las nuevas tribus profesionalizadas en la capitalización ideológica de la ofensa. “Un pueblo que acude a los toros y no se esconde detrás de la cháchara humanitarista”, según le cuenta a un amigo acompañando a una postal con el Escorial de fondo, “tiene todavía el sentido de la realidad”. 

 

Figura estelar del periodo de entreguerras

No es solo que la historia de las ideas políticas no sería la misma sin El concepto de lo político, como se afirma en la contraportada de la obra. En vez de situar al pensamiento de Schmitt en la órbita del mesías de las hordas teutonas (“un tonto ridículo”, según sus palabras de 1933) que invadieron Europa, haríamos bien en recordar lo mucho que le debe la formación del derecho público europeo en las democracias de posguerra a la corriente del pensamiento antiparlamentario de entreguerras en la que Schmitt se inscribe como figura estelar, tal y como ha recordado últimamente entre nosotros el catedrático de derecho administrativo José Esteve Pardo. Considerado El príncipe de Alemania, el entendimiento de la política como distinción de amigos y enemigos -que Schmitt toma del tacitista español Álamos de Barrientos, secretario de Antonio Pérez y figura recientemente recuperada en el brillante ensayo de la profesora Martínez-Sicluna– reconcilia además al pensamiento político nacional con la mejor tradición realista europea. También suscita, como no podía ser de otra forma, nuevos amigos y enemigos de la verdad política. “El realismo político es la cruz dolorosa del intelectual cristiano”, confesó Molina Cano hace unos años. Lo hizo en su cuaderno de lecturas Nada en las manos (Los papeles del sitio, 2013), glosario de notas del autor, “roedura de uñas” por decirlo con expresión de Jünger, que unos pocos privilegiados custodiamos en nuestras bibliotecas como oro en paño. 

Como escribió en su ensayo sobre Álamos de Barrientos el catedrático Manuel Fernández-Escalante (1935-2014), estudioso de la Razón de Estado en clave hispánica y de aquel arte del cual Fernando el Católico fue el primero (“a él se lo debemos todo” exclamaba Felipe II ante su retrato), “los españoles no tuvieron mucha necesidad de inventar ni transcribir agudas teorías políticas o audaces esquemas retóricos de comportamiento, del tipo de los relatados por Nicolás Maquiavelo, porque cotidianamente los practicaban. El resto de Europa, por otra parte, estaba amargamente convencida, por concretas y repetidas experiencias, de la habilidad mostrada por los españoles para mantener su predominio mundial”. Del ensayo de Jerónimo Molina, que honra al castellano castigando a su espalda en cada frase, no solo terminamos convencidos de la españolidad de Schmitt sino también de que algunos españoles -unos pocos pero tal vez los suficientes- supieron ser, allí donde crece el peligro, schmittianos avant la lettre. Nos dejaron sin nada en sus manos pero quizá a ellos, y también a libros como el que aquí se ha reseñado, debamos lo poco que nos queda.

 

 

 

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