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Cela y las cucarachas

«Alguna vez deseó uno

que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.

Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla».

Terminaba así Luis Cernuda su poema «Birds in the night», sobre Verlaine y Rimbaud. Siempre me he acordado de esos versos al hablar de la obra de Camilo José Cela. Al menos, desde que leí La Colmena. Antes de leerla, Cela era para mis ojos infantiles un señor mayor con gafas gruesas y oscilante papada floja, con chaqueta y corbata de notario de provincias y pantalón ceñido alto al estilo de mi abuelo. Aparecía de pronto en nuestro salón, tal vez después del erógeno anuncio del champú Fa, anunciando la Guía Campsa: «¿Unas gachas, Don Camilo?» y la papada vibraba: «A ver si es verdad», con voz de perro pachón (si un perro pachón hablase, claro). Ese anuncio se suma a ciertos momentos en programas matinales y de tertulia, en que aquel señor decía zafiedades, seco y cortante, como la célebre afirmación de que podía absorber un litro y medio de agua por el ano, y animaba a una perpleja (y encantada) Mercedes Milá a que le pusieran una palangana por delante en ese mismo momento.

De la tele al papel

Cuando ya me leí La Colmena la cosa cambió. Pude admirar su prosa implacable, cortante como cuchillo de matanza, que no concede un ápice a la lírica, y recorta la realidad como si la estuviera tallando en madera de boj. La eficacia de su forma de adjetivar y sus descripciones, minimalistas y sin piedad, crearon escuela. Ya desde la primera página encontramos esa exacta dualidad de eficacia y sordidez: «Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para abajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura». No hay que irse a los latigazos filosóficos, a los aforismos embutidos, para encontrar desde el primer momento esta indiferente mirada sobre la miseria humana, displicente y despectiva. Pero, si vamos a lo aforístico, no hay alivio alguno. La obra es coherente en mirada y reflexión: «La cultura y la tradición del hombre, como la cultura y la tradición de la hiena o de la hormiga, pudieran orientarse sobre una rosa de tres solos vientos: comer, reproducirse y destruirse. La cultura y la tradición no son jamás ideológicas y sí, siempre, instintivas». «El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral».

Qué diferente, como dijimos en su día, de la mirada –también realista, también áspera– de Delibes y sus personajes miserables o melancólicos. En Delibes hay amor, hay piedad, y hay aceptación agradecida del mundo, sin excluir crítica y desolación. En Cela hay un escupitajo de asco, pero con perfección técnica. Podría haber ganado un premio al mejor escupitajo, y de hecho lo ganó: el Nobel (y el Príncipe de Asturias, y el Cervantes), que lo hizo (más) millonario, y le otorgó la celebridad definitiva, el marquesado de Iria Flavia y los programas de televisión. Desde un punto de vista sociológico, Cela es un paradigma: censor durante el franquismo, diputado en Cortes, académico de la R.A.E., novelista famoso en la Transición, canonizado luego por el mundo editorial, y por el internacional además. Es la figura más parecida en trayectoria a Salvador Dalí, salvo que este, en su impostada excentricidad crematística, era mucho más divertido.

También dijimos –no importa insistir– que el reverso luminoso de La Colmena, con el mismo montaje coral de asomarse a las circunstancias de diferentes personas cercanas entre sí, viendo la hilazón de las vidas, sería la película Tiovivo C.1950 de José Luis Garci. Lo que en Cela es asco y desprecio, en Garci es amor, respeto y poesía.

La estructura de colmena por cierto, no es original de Cela, sino del fotógrafo y novelista John Dos Passos en Manhattan Transfer, veinte años antes. Dos Passos se asoma por las ventanas de los edificios neoyorquinos como por las celdas de una gigantesca colmena humana. Y Cela pretendió hacer una versión castiza.

La excepción amorosa

No sería justo no añadir ciertos momentos de excepción a esta norma, de ternura incluso, que, precisamente por estar rodeados de semejante lodazal, destacan como más expresivos y hermosos. Citaré este momento de intimidad de alcoba:

«Martín, desde su buhardilla, las oye hacer. No distingue lo que hablan. Oye sus desentonados cuplés, sus golpes sobre la tabla. Lleva ya despierto mucho rato, pero no abre los ojos. Prefiere sentir a Pura, que le besa con cuidado de vez en cuando, fingiendo dormir, para no tener que moverse. Nota el pelo de la muchacha sobre su cara, nota su cuerpo desnudo bajo las sábanas, nota el aliento, que, a veces, ronca un poquito, de una manera que casi no se siente.

Así pasa un largo rato más: aquélla es su única noche feliz desde hace ya muchos meses.

Ahora se encuentra como nuevo, como si tuviera diez años menos, igual que si fuera un muchacho. Sonríe y abre un ojo, poquito a poco. Pura, de codos sobre la almohada, le mira fijamente. Sonríe también, cuando lo ve despertar.

-¿Qué tal has dormido?

-Muy bien, Purita, ¿y tú?

-Yo también. Con hombres como tú, da gusto. No molestáis nada.

-Calla. Habla de otra cosa.

-Como quieras.

Se quedaron unos instantes en silencio. Pura le besó de nuevo.

-Eres un romántico.

Martín sonríe, casi con tristeza.

-No. Simplemente un sentimental.

Martín le acaricia la cara.

-Estás pálida, pareces una novia.

-No seas bobo.

-Sí, una recién casada…

Pura se puso seria.

-¡Pues no lo soy!

Martin le besa los ojos delicadamente, igual que un poeta de dieciséis años.

-¡Para mí, sí, Pura! ¡Ya lo creo que sí! La muchacha, llena de agradecimiento, sonríe con una resignada melancolía.

-¡Si tú lo dices! ¡No sería malo! Martín se sentó en la cama.

-¿Conoces un soneto de Juan Ramón que empieza «Imagen alta y tierna del consuelo»?

-No. ¿Quién es Juan Ramón?

-Un poeta.

-¿Hacía versos?

-Claro.

 Martín mira a Pura, casi con rabia, un instante tan sólo.

 -Verás.

Imagen alta y tierna del consuelo

aurora de mis mares de tristeza,

lis de paz con olores de pureza,

¡precio divino de mi largo duelo!

-¡Qué triste es, qué bonito!

-¿Te gusta?

-¡Ya lo creo que me gusta!

-Otro día te diré el resto».

La mala leche Pascual

Así las cosas, cuando leí La familia de Pascual Duarte ya estaba prevenido. Sin embargo, en esta historia lo sórdido y terrible es, por así decirlo, más lícito. El tema lo pide, y quién mejor que Cela para imprimir esa cortante sequedad de hachazo o de disparo. Su tremendismo, que recuerda las páginas más negras de La Celestina o El Lazarillo de Tormes, tiene algo genuinamente español, en el peor sentido: en el de esa España que Goya retrató con sorda impiedad a garrotazo limpio. Nos expresa, y a la vez nos denuncia. Hay algo homicida y envidioso, infeliz, algo que bulle en el estómago revuelto por digestiones difíciles del jornal del invierno extremeño, castellano. La posguerra rural está retratada como –de nuevo Goya– Carlos IV y su familia: sin piedad ninguna, con foto nítida y sin concesiones. La familia de Pascual Duarte es más terrible que La Colmena, aunque tiene mejores motivos para ello. Por supuesto, Delibes no hubiera pintado todo de negro sin dejar ni un resquicio para respirar.

La Alcarria y otros andurriales

Sus libros de viajes son los más líricos y amenos, sin que abandone nunca del todo el personaje chusco, follarín y gourmet-tragón (que es lo que aprovecharon en el anuncio de la Guía Campsa). Su sentido del humor socarrón, su mezcla de exquisita sintaxis y jugoso léxico con exabruptos o procacidades, constituyen la receta del potaje de su prosa. Un plato fuerte, cargado, energizante, y tal vez indigesto, según el día. Este aspecto agropecuario y gastronómico lo emparenta con el Pla de Viaje a pie, o de tantos pasajes de El Cuaderno Gris en que este come caracoles o describe una recena tardía en el prostíbulo. Aunque Pla, en sus deliciosos diálogos con payeses, sin abandonar la sorna, nunca cae en la oronda y satisfecha displicencia de Cela. De todas formas, Cela dijo de Viaje a la Alcarria que era «quizá mi libro más sencillo, más inmediato y directo». Escrito en tercera persona, es a la vez el mejor Cela y el menos característico:

«Poco más adelante, el viajero se sienta a comer en una vaguada, al pie de un olivar. Bebe después un trago de vino, desdobla su manta y se tumba a dormir la siesta, bajo un árbol. Por la carretera pasa, de vez en cuando, alguna bicicleta o algún coche oficial. A lo lejos, sentado a la sombra de un olivo, un pastor canta. Las ovejas están apiñadas, inmóviles, muertas de calor. Echado sobre la manta, el viajero ve de cerca la vida de los insectos, que corren veloces de un lado para otro y se detienen de golpe, mientras mueven acompasadamente sus largos cuernos, delgaditos como un pelo. El campo está verde, bien cuidado, y las florecitas silvestres —las rojas».

Con este buen sabor de boca –siempre hay que tomar lo mejor de los demás– abandono esta página. Vale.

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