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Algún día le preguntaré a la luna por ti

Qué extraño fue volver a verte. El pelo, cordillera dorada, sal y miel. Los ojos ahumados, la fiesta de una derrota. El vestido, negro azabache, más caro que los de entonces. Y el perfume, ya no era el mismo, pero seguía siendo el abrazo de una flor venenosa. Tantos años. El saludo, encogidos los hombros, qué habrá sido de los de antes. Y observándote, me asustó tu colgante, no te ofendas, tenía aspecto de ser el trofeo de algún banquero, de esos que vuelven fascinados del Oriente con algún trozo de metal en la maleta. Más delgada, me costó reconocerte entre los gorilas ingleses del pub en el que nos vimos, pensando que era buena idea charlar entre hamburguesas y pintas de cerveza oscurecida. Años atrás, no estoy seguro, caímos a un tugurio poco iluminado, tal vez acababa un siglo, pero recuerdo el temblor de tu mirada sobre la boina grisácea de la humareda, cuando te dije que allá afuera la vida estaba esperando. Todavía me asusto al recordar la cantidad de tonterías tan intensas que era capaz de decir entonces. La cuestión era marcharse.

Algo, en un segundo de ausencia, me trasladó a El último encuentro (aquí puedes leer la reseña completa), donde dos hombres mayores, viejos amigos, que llevaban muchas décadas sin verse, se citan para cenar. El general espera en su mansión, mientras ultima los detalles de la cena con la nodriza. De pronto irrumpe en el salón el invitado, Konrád, como susurrando, era un hombre ya muy mayor: “ya ves, he vuelto”. “Nunca lo he dudado”, responde en voz muy baja el general, sonriendo. “Se acercaron a la chimenea y se observaron con atención”, escribe el húngaro Sandor Marai, “con mirada de expertos, entornando los ojos como cegatos a la luz fría y centelleante de una lámpara de pared”. Creo que nosotros también estuvimos así, mirándonos como aves raras.

 

 

Hablabas igual, con esa extravagancia tan tuya de esculpir las vocales con el contorno de los labios, pero sentía a medias un cariño intenso al verte sonreír entre calamidad y calamidad. Un Louis Armstrong gigante nos observaba con sus ojos saltones desde la barra. Parecía el más sorprendido de los tres. Diría, escuchando tus lamentos, que la vida no fue más que una larga desgracia, si no fuera porque tiempo atrás, cuando charlábamos, aún renqueante la adolescencia, ya todo era tristeza y desazón. Una vez, se ponía el sol frente al mar, ya desafiamos a la tristeza, recitando versos Alfonsina Storni entre bocanadas de un cigarro rubio y salivazos de salitre. De modo que, tal vez nos iba genial a los dos, pero había que mantener prendida la mecha del desamparo, que es, después del frío, la primera excusa para el abrazo de los amantes. 

De pronto me entretuve en el juego de tus manos. Hoy venosas y finísimas. Danzaban eléctricas sobre la mesa mientras me explicabas lo que ocurrió después, cuando yo ya no estaba, y los chicos de la banda se fueron dispersando. Había una belleza singular en esas manos que veinte años atrás habían sido, alguna vez, refugio de melancolías. Entonces eran las manos de una niña. Hoy, las de una mujer. Y, sin embargo, escuchándote, a ratos, era más mujer aquella niña y es más niña hoy esta mujer. Entonces dudo si fue buena idea verte y estropear el bonito recuerdo del perfil siempre optimista de tus labios. Me pregunto quién habrá arruinado tu sentido común, quién te habrá hipnotizado asegurándote que el mundo está en deuda contigo. Pero prefiero obviar que hayas perdido así la cabeza por la droga chunga de la ideología. Quizá te ha llegado el momento de leer a Jordan Peterson, pero no me atrevo ni a decírtelo. Haz tu cama, ya sabes.

 

 

Pero los suicidas somos gente ingrata. Llegó mi turno y no ahorré drama en el recuento. Si salieron a relucir sonrisas es porque, ya me conoces, no sé otro modo de contemplar todo este maldito horizonte. Para entonces yo abrazaba otro ron, para evitar que la lengua se me pagara al paladar, y tu aún calentabas una tímida cerveza de un modo tan abstemio que yo temía que los ingleses borrachos del pub decidieran darnos una paliza. Creo que ahora corres no sé cuántos kilómetros al día. Te habría ido mejor huir así hace unos años, cuando salías con aquel aspirante a cocainómano de Wall Street.

A ratos, te observaba en silencio, ibas y venías del baño entre aquel griterío futbolero, como un clavel en la pechera de una hiena. Me pregunto cómo pude olvidarme de ti durante tantos años. Al volver por el pasillo eras tú, completamente tú, la sonrisa mediada, inconfundible el estilo, el pelo aún caído sobre la cara, y una fijeza ingenua al verme, como traspasándome de ilusión por el encuentro. No teníamos ni un rencor que intercambiar. Ojalá siempre fuera así. Habíamos conseguido casi todos los sueños. Ya ves lo que son un par de décadas en las vidas de dos inquietos. Y, sin embargo, tan solo algunas cosas, tres o cuatro, eran las importantes. El resto nos daba igual, como ayer. Siempre quise para mí esa libertad tuya al mirar el abismo de lo material. Soltar lastre. Pero había algo enrarecido en la atmósfera tan cordial. Tal vez el remordimiento, la vergüenza de haber vivido sin tu vida.

Algo como en la novela de Grossman. Todo fluye, un año después de la muerte de Stalin, el Moscú de 1954. Nikolái espera la llegada de su primo Iván, que lleva treinta años encerrado, entre cárceles y trabajos forzados. Entonces le asalta el remordimiento por no haberle escrito ni una sola vez en todo ese tiempo. Ni siquiera se había tomado la molestia de responder a sus cartas. “Aquel hombre que primero había sido borrado de la vida, migrando en el recuerdo de la gente, que después había perdido el permiso de residencia incluso en la memoria, había ido a parar al subconsciente, de donde saltaba de vez en cuando como el muñeco de una caja sorpresa”, escribe el autor, “pero llegaron nuevos tiempos, los tiempos posestalinistas, y el destino quiso que Iván volviera a caminar nuevamente por aquella misma vida que había dejado de pensar en él, que había olvidado su imagen”.

 

 

Tus manos en mi hombro. La celebración de una onomástica: la muerte del ostracismo. Y una luz rojiza desde el techo del bar, una calidez plácida y sugerente. Ya no había arrugas, ni rasguños de los golpes en la piel. El ron actúa como el bótox si lo aplicas lo bastante rápido. Ni rastro del cansancio, madrugón compartido, ni del peso de una vida. Nos habíamos vuelto livianos, de tanto escupir piedras al fondo de las copas. Y la noche había comenzado a caer con la dulzura del llanto de un violín. Rompía la paz el sentido de alerta: el trabajo, el despertador, el día a día, llamándonos al timbre de la impaciencia. Y como lo notamos, el cariño es un rescoldo viejo ansioso de fuego, algo sabemos ya, plegamos copas sin grandes lamentos, e izamos velas en las dos direcciones contrarias de las que habíamos partido aquella tarde. Te vi mezclarte entre la gente como quien desperdicia un whisky caro en un pozo de cola.

Aún me giré al final de la avenida, tan solo la melena al viento gritaba tu nombre, sin edad, sin pasado, ya no eras nada más que un cuerpo diminuto encerrado en el monstruo de los recuerdos. No sé si tú te volviste desde tan lejos; tienes razón, tengo que volver al oculista. Pero sé que yo también llevaba el corazón como una cerveza agitada, cayendo por el barrio de las flores en los balcones y las paredes encaladas. Y el ron temblaba, como el eco de mis pasos, en las venas de las sienes, o era el calor denso de la primavera, o las lágrimas que no brotaron, o los fantasmas de las cosas que nunca ocurrieron, saliendo de las tumbas otra noche, para atormentar a los idiotas. No sé lo que era, en fin, pero sentía el vilo de una extrañeza en cada paso, y aún tuve que detenerme, aspirar el aroma de los geranios, alzar la vista, tempranera luna creciente, y pasar página a la melancolía con un esfuerzo extenuante, como si el libro fuera de cemento. Y comprendí así, a hachazos en la conciencia, al otro lado de la noche, que la vida nos estaba esperando otra vez. Algún día le preguntaré a la luna por ti.

 

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