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A Hércules pongo por testigo desde La Parda

A veces un ciclón de estorninos ennegrecía el cielo. Si no, la silueta de las palmeras se recortaba con gracia en el añil marinero. En este parque fui feliz. Mi abuela me traía aquí a pasear, dar de comer a las palomas, y subirme a pedalear en los carros de caballitos de cartón piedra, aventura máxima reservada a los días de fiesta. Al recordarlo siempre me llenan el pecho los versos de Agustín de Foxá: “Un coche de caballos, lento, hacia el horizonte; / landó viejo y violeta, de caballos canela, / y en él, mi niñez triste, mirando las acacias / y los escaparates de antiguas primaveras”.

En los jardines de Méndez Núñez, si traíamos pan duro, habría que suplicar a las aves su presencia, que lo picaban con desdén, como lunáticas decepcionadas. A veces, la casa por la ventana, mi abuela me dejaba traerme un saquito con arroz, y aquello era un festín colúmbido. El oro de las palomas. Se arremolinaban, se pisaban, se subían unas sobre otras para acercarse a mi mano y picotear con ansia, trepando las más confiadas por los brazos para mejorar el acceso al manjar. A menudo reservábamos un puñadito para la paloma tullida, a la que no dejaban acercarse, por esa compasión por la naturaleza desairada que solo saben sentir los niños y los poetas. Después rodeábamos la fuente de aguas densas y oscuras, repleta de flotantes hojas secas, afinando la mirada para detectar el brillo de los peces naranjas, un poco de alegría en un océano turbio repleto de ansiedades a los ojos de un niño.

Sentado en el mismo banco que en los 80, aunque un poco más cansado de vivir, veo hoy pasear a otros niños con otros abuelos. Me cuesta a veces distinguir el instante en el que perdí esa mano, como la primera vez en que perdí pie en el mar. En un patinete callejea el jardín una niña, al ritmo de paseo de su madre. Se detienen en seco frente a la escultura. 

– Mamá, ¿a que ésta es Rosalía de Castro?

– No hija, es Concepción Arenal.

Y ciertamente, pienso, vamos atinando el tiro, pero sin prisa, porque en realidad la escultura es de Emilia Pardo Bazán. La de Concepción Arenal está un poco más allá, junto a los peces naranja que ya no existen. Y Rosalía de Castro, tiene un teatro cerca, pero no está en los jardines. 

Escribo a pie del monumento a la escritora coruñesa, ahora que está toda la ciudad engalanada con carteles del centenario de “EPB”; un cierto optimismo intelectual, por parte de los diseñadores, suponer que los paseantes de hoy sabrán identificar en esas siglas a Emilia Pardo Bazán. Pero aun así es un bonito homenaje doméstico a la gran escritora local y universal, en esta Galicia que lleva años reivindicándola con la boca chica, como si no quedara más remedio, por esa mezcla de estupidez y sectarismo que ya en vida le amargó muchos amaneceres. A la conmovedora Rosalía, por haber escrito en gallego, le han puesto mucho más fácil ser profeta en su tierra.

Todo en Emilia Pardo Bazán es sublime porque lo son sus letras. No es solo el conjunto de cada obra, que las hay más brillantes y más grises, sino el modo de dominar, casi diría domesticar, le lengua española, para poner cada palabra al servicio de su gesta literaria. Por eso ninguna de sus miles de páginas publicadas tiene desperdicio. Leerla es aprender a leer. Leerla es aprender a escribir. Y a menudo, leerla es aprender a vivir. “Prefiero la inconsecuencia a la impenitencia”, conferenció en el Madrid de 1899, “y no conozco más medios de rectificar ideas erróneas sino los que he empleado; la lectura, los viajes, la observación diaria, la vida, en suma”.

En esta España que malvivimos, la gloria literaria solo se permite si hay una causa bien gorda con la que azuzar el presente ideológico. Por eso la figura de la Pardo Bazán resulta controvertida para quienes son incapaces de asumir su libertad, que fue tan creativa como vital. Así, parece que a los grandes novelistas ya no podemos celebrarlos solo por eso, por haber escrito obras excelsas, sino que se retuercen sus intenciones y biografías para convertir sus universos en estandartes mínimos a los diminutos anteojos de nuestro tiempo. Eso hace que la única reivindicación que escuchemos de doña Emilia hoy sea su rompedor feminismo, sin atender a otras razones, como fuera el único mérito que cabe adjudicarle.

Reducir el legado de doña Emilia a la guerra de sexos, siendo notable el modo en que logró posicionarse en la cultura en un tiempo en el que el terreno no era propicio a las mujeres, es tan estúpido y grosero como señalar que la gesta de Cervantes es haber escrito libros teniendo una mano mancada desde Lepanto. 

Más triste aún es el entrecomillado que algunos en Galicia insisten en poner a su obra, aminorándola, por haber sido concebida en español. Como coruñés, como gallego, me avergüenzo de esa esclerosis intelectual que deprecia desde hace años nuestra cultura, que la embute entre paredes; imposible a veces no recordar al don Julián de Los pazos de Ulloa, con la lengua extrañamente suelta: «La aldea, cuando se cría uno en ella y no sale de allí jamás, envilece, empobrece y embrutece».

 

 

Quizá quien mejor comprendió la figura de Emilia Pardo Bazán, o al menos, quien mejor lo expuso, fue Camilo José Cela, en un coloquio al que he podido acceder gracias al buen hacer del archivo de la Casa-Museo de la escritora. El 30 de marzo de 1953, Cela fue invitado a pronunciar una conferencia en torno a la figura de Emilia Pardo Bazán en el Centro Gallego de Barcelona. Un análisis despojado de los prejuicios y centrado en su obra y figura, y en lo que Doña Emilia viene a aportar al panteón dorado de las letras. Disecciona su galleguismo a la europea y su decisión de escribir en español, y valora su riquísimo círculo de amistades de la élite de las letras nacionales e internacionales de su tiempo, que hacen que su figura sea tan grande como su obra, por agitadora cultural, por su aprendizaje constante, por su afán de culturizar, por haber construido en vida un legado para la posteridad, con una vigencia que ya quisieran para sí la mayoría de los autores contemporáneos, que a menudo arrojan a las librerías obras que salen muertas de imprenta y no lo saben.

De otro modo sería impensable que yo estuviera aquí hoy, bajo esta lluvia de carteles conmemorativos, tomando notas a los pies de esta Doña Emilia de bronce, pensando en que tal vez ninguno de sus personajes encaja tan bien en su arrojo intelectual y moral como la Amparo de La Tribuna. A la luz de su historia vuelvo hoy a recorrer las calles de esta ciudad, desde la Fábrica de Tabacos hasta el paseo de Los Cantones, donde creo escuchar las voces de sus protagonistas, aún vivas sus pasiones y anhelos, aún latentes sus decepciones, aunque en el rostro de otras generaciones, en la mirada de otras jóvenes, en la sonrisa de otros actores.

 

 

Captar el alma de las cosas. Eso me conmueve de un novelista. Y Doña Emilia construye personajes que laten con el lector, a menudo con ímpetu, buscando una doblez en la historia por la que dejar correr ríos de libertad, adornados siempre en erudición. Y te introduce en escenarios, te dejes o no. Captar el duende, ya sea de La Coruña o del rural gallego, es arrojar al lector bien lejos de su sofá, que es todo lo que a fin de cuentas vas a pedirle a una buena novela.

En las cosas pequeñas se revelan los talentos grandes. Emilia Pardo Bazán escribió en varias ocasiones sobre vinos. Del Burdeos dejó escrito que “embalsama la boca”. Del Oporto, aunque le gustaba, señaló con cierto cachondeo que es “enemigo del hígado”. Y de los de la tierra, los gallegos, se deshizo en elogios al Ribero de Avia, mientras citaba también el de los márgenes del Ulla o el de los escarpes del Sil; no son gratuitas las bendiciones a los vinos gallegos: la escritora cree que tienen buena base, pero urge modernizar los cultivos y tratamientos. Es muy de su carácter decir que algo está bien, al tiempo que le propina un sopapo al elogiado para que no se duerma. Y con los vinos gallegos tenía razón. Quizá gracias a eso hoy los hay extraordinarios.

Una historia mínima que he conocido hace poco. La de la Leyenda de Pastoriza. En 1887, Doña Emilia acudió al Santuario de Pastoriza, en Arteixo, La Coruña, a depositar como ofrenda a la Virgen la corona de laurel y encina con la que le habían recibido en la ciudad a su regreso de Madrid. Aprovechó la visita, en compañía de amigos e intelectuales, para caminar hasta la cueva de la Virgen, donde el párroco del lugar les relató la leyenda sobre el origen de esta devoción coruñesa. 

De la improvisada peregrinación surgieron dos frutos: la decisión de instalar una estatua de la Virgen en el monte, propuesta de uno de los amigos de la escritora, y la de escribir la leyenda para perpetuarla, ofrecimiento de la autora que suscitó el entusiasmo inmediato del clérigo, que se comprometió a publicarla a beneficio del santuario. “Me encontré investida con el título de cronista de la Virgen montañesa –la Virgen de los reyes suevos”, escribió más tarde.

Legó para la posteridad este relato de tintes tan espirituales como épicos, que se remonta a mediados del siglo V, cuando el rey suevo Rechiario se convirtió al cristianismo, sin que el Espíritu Santo lograra golpearle en la cabeza lo suficientemente fuerte como para que dejara de comportarse como un bárbaro, según refiere de un modo más elegante doña Emilia. A Rechiario se debe, en todo caso, haber levantado la capilla, aunque, como señala la escritora, fuera “simple y ruda como el bárbaro que la erigió”. Después los sarracenos la destrozaron, pero para entonces algún parroquiano precavido ya se había llevado a la Virgen y la había escondido “en el nicho abierto en una piedra grande”, andando el monte hacia arriba.

En marcha la Reconquista, una pastora encontró milagrosamente la talla extraviada entre las rocas, y se alzó en el lugar la ermita románica, que cogió tanta fama entre los coruñeses y los hombres del mar, que incluso cuando pasaban con sus barcos frente a la ciudad de Hércules se arrodillaban en la cubierta para lanzarle avemarías a Pastoriza. 

No en vano, refiere también Doña Emilia mi leyenda favorita del lugar: que cuando los ingleses trataron de asaltar mi ciudad (spoiler: les dimos hasta en el carnet de identidad), rabiosos, intentaron en retirada destrozar la talla de la Virgen de Pastoriza. Era 1589. Los herejes del pirata Drake robaron la imagen, la destrozaron de un hachazo y la arrojaron a una fuente cercana; fuente en la que poco después apareció, perfecta y milagrosamente unida, provocando el ataque de pánico y la huida despavorida de los valientes herejes asaltantes. No hay nada más gracioso que la cara de un gallo incrédulo ante un milagro divertido.

Me asombra porque ya mis bisabuelos eran devotos de esta Virgen, y mil veces he visitado Pastoriza, en cuyo cementerio están enterrados también mis abuelos maternos, sin haber escuchado hasta ahora ni una palabra de toda esta leyenda que, ahora leída en la prosa de Pardo Bazán, en vez de las pequeñas hazañas de una virgen milagrera de pueblo, parecen las historias eternas de una Notre Dame.

En cada ocasión que doña Emilia se lanza al rural gallego, levanta espacios literarios de belleza y posteridad, personajes a los que amar o de los que compadecerse, y lugares a los que es imposible no asomarse y quedarse a vivir un tiempo. Por supuesto, Los pazos de Ulloa y ese naturalismo cristiano que muestra todo su esplendor en La madre naturaleza. Y luego está el derroche de formación cultural que sustenta toda su obra, ya sea en su investigación casi periodística sobre Pastoriza, como en el recital de dominio sobre el mundo artístico con el que adorna La quimera.

 

 

No sé si Insolación es su mejor lance novelesco. Estas categorías se desgastan antes incluso de construirlas. Pero sí admito que donde Pardo Bazán me atraca, en lo intelectual y en lo pasional, es en la citada La Tribuna, quizá porque el escenario de fondo está repleto de muescas en un mobiliario que conozco y acaricio desde la niñez, cada vez que arribo a la ciudad del mar, que para ella es Marineda, y para el común, La Coruña. Y porque, claro, conozco bien el espíritu de sus gentes.

 

 

No por casualidad, tiene algo de María Pita nuestra Pardo Bazán, ahora que en su centenario tenemos ocasión de ver de nuevo las calles engalanadas con la grandeza que trajo a las letras en español. Antes de incurrir en el vicio de leer, su nombre en mi cosmos era solo el de una calle, bien frecuentada también en los días de escuela. Ahora, al cabo de los años, la avenida se me antoja diferente. Entro con cierta reverencia, y hasta me llevo el sombrero al pecho al cruzar el umbral de La Parda, el nuevo bar que rinde homenaje a la autora en su nombre, y donde he podido comprobar que las letras se hacen propicias –varias columnas allí garabateadas lo corroboran- y que la Estrella Galicia se sirve bien fría. Desde su terraza consigno el final de estas líneas, bien alta la espuma de la jarra, emborronado como Dios manda el bloc de notas, en sentido homenaje a la mujer que me reconcilia, por el milagro de las letras, con el orgullo de ser coruñés. 

 

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