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Houellebecq, el último galo (II parte)

Para prolongar nuestro comentario de las confesiones houellebecquianas (Interventions, 2020) que estrenamos en nuestra primera contribución para Leer por Leer nada mejor que conectar nuestra reflexión con una de las reseñas recientemente publicadas en esta misma tribuna. Al describir el zeitgeist que se expresa en una novela como Sumisión, tan característica para ubicar las coordenadas existenciales de la literatura de su creador en el mapa espiritual de nuestro mundo, Carlos Marín-Blazquez apunta con juicio certero que “al fondo del paisaje de ruinas que cartografía Houellebecq no reverberan los ecos de una debacle económica, de un cataclismo bélico o de una muy profetizada hecatombe ecológica”. En efecto, la voz inconfundible del escritor parisino explora y desnuda al hombre escondido en el subsuelo posmoderno pero lo hace desafiando a los modelos hegemónicos del catastrofismo contemporáneo. Modelos todavía deudores de los últimos rescoldos de doxa marxistizante, que son aderezados en la nouvelle cuisine del mundo líquido con versiones bastardas y capitidisminuidas del utopismo revolucionario, llámense ecologistas, economicistas o pacifistas. En ese preciso contexto encaja perfectamente, en medio del escatologismo de almacén que prolifera en las atalayas mediáticas, el carácter casi anodino del dictamen houellebecquiano sobre la crisis mundial del coronavirus: “No nos despertaremos, tras el confinamiento, en un nuevo mundo; será el mismo, pero un poco peor”. Veredicto inapelable, banalidad superior -por decirlo con fórmula de André Gide– que contrasta con la sed contemporánea de hecatombes virtuales, contrapunto casi dialécticamente necesario de la desilusión acumulada por las expectativas insatisfechas de las profecías milenaristas encarnadas en el progresismo marxista o liberal. Y es que, como escribiera Leszek  Kolakowski, “la utopía es un residuo degradado del legado religioso en masas no religiosas”. 

 

Para alimentar su particular catastrofismo literario Houellebecq jamás se sacó de la chistera ningún murciélago chino. “Me siento extremadamente mal en Francia”, confesaba ya en 2014. “Temo una guerra civil”. En aquellos años, Houellebecq, admirador de Suiza, se hacía todavía ilusiones con posibles reformas constitucionales inspiradas en el modelo político de la pequeña república helvética. Promocionar la democracia directa mediante la supresión del Parlamento parecía por aquel entonces una solución necesaria (y quizá suficiente) para contrarrestar la crisis económica y política en la que Francia estaba inmersa. “Si no se adoptan mis medidas, vamos hacia la catástrofe”, vaticinaba. Añadía: “Se lo he dicho a Sarkozy, por quien siento un verdadero afecto”. No parece que le hiciera mucho caso. Fugaz carrera de consejero áulico.

 

En todo caso, nuestro autor se nos descubre aquí, quizá sin quererlo, hijo legítimo de los “40 reyes que hicieron a Francia”. Imaginación del desastre, como le gusta recordar a Jerónimo Molina, esta advertencia -casi tan francesa como las del mismísimo Maurras (Politique d’abord)-, expresa, en su desnuda sencillez, el genuino carácter histórico de un pueblo. Decapitar al Capeto pudo significar quizá un suicidio colectivo. Pero no supuso, en modo alguno, la renuncia a la herencia de las sempiternas esperanzas que la monarquía francesa había depositado siempre en las posibilidades de la política. Ningún pueblo europeo aventajó al francés en esas virtudes teológico-políticas que se conjugarían desde entonces con el modo utópico de pensamiento recién inaugurado con la también francesa revolución, pues francesa había de ser necesariamente la política aspiración a edificar unos nuevos cielos y una nueva tierra en los que habitara el ciudadano moderno, que no otra cosa es el Mito del Hombre Nuevo del que nos habla Dalmacio Negro. 

 

En una entrevista posterior (2015) nos topamos con otro de los temas estrella de la literatura del parisino: la crítica al atomismo posmoderno gestado en el vientre de la ideología liberal-libertaria. Houellebecq propone aquí un esbozo de ensayo antropológico-filosófico que, en homenaje a Max Scheler, bien podría titularse “El puesto del hombre en el cosmos houllebecquiano”. “Cuando se le quita todo a alguien, ¿existe todavía? Con su extraño optimismo, Descartes respondería que sí sin dudarlo. No pienso en absoluto lo mismo: ser es ser en relación. No creo en el individuo libre, solo. […]. El hecho de que no existamos realmente está presente en muchos de mis libros pero Sumisión’ es el único en el que describo este acceso progresivo a la no-existencia”. Si Trump aparecía como prueba epocal necesaria entre la Nada y el Ser, Sumisión se nos presenta como puente histórico entre el Ser y la Nada de Occidente. Fatal encrucijada. Ni Martin Heidegger ni Jean-Paul Sartre habrían llegado a tamaña provocación. 

 

 

 

Houllebecq no es ateo ni nihilista, es un conservador

En esa misma entrevista se le preguntaba: “Lo que es curioso en tu caso es que eres un romántico moralista casi cristiano al que todo el mundo toma por un nihilista decadente y ateo”. Aclaración houllebecquiana: “Yo no soy un nihilista, al contrario, soy un conservador”.  ¿Houllebecq conservador?. “No sé si soy conservador pero no creo que el ser humano –no más que otro animal –esté hecho para vivir en un mundo constantemente variable. Por tanto, la ausencia de equilibrio, de proyecto de equilibrio, es en sí invivible. La idea de cambio permanente hace a la vida imposible”. A la pregunta de si esta realidad se aplica a la relación entre hombre y mujer desde el arranque de la liberación sexual contesta con indisimulada franqueza: “Digamos que estamos obligados a constatar que la cosa marcha mal”. No tiene inconveniente en sumarse así, a su manera, a las tesis zemmourianas que han sacudido el debate cultural en Francia desde hace ya unos años: “Es algo muy reciente y muy llamativo: las mujeres deciden todo. Deciden el comienzo de una relación, deciden su final, deciden tener un hijo o no. El hombre se encuentra extrañamente inerte. Hay una especie de desvanecimiento del punto de vista masculino que es, cuando menos, perturbador. El punto de vista masculino, teniendo tan pocas ocasiones de expresarse, se ha vuelto desconocido. Es una especie de secreto”. “La reforma del hombre ha sido un fracaso total pero un fracaso disimulado porque los hombres han comprendido que tenían interés en callarse”. Tampoco se puede decir que las mujeres hayan salido ganando pues “tienden hoy a lamentar el resultado de lo que las feministas han desencadenado”. Balance magnánimo del heteropatriarcado dizque hegemónico.

 

A la vista de todo lo anterior no debería sorprender que nos encontremos con un escritor que se siente en buena compañía, según confesión propia, entre los llamados “nuevos reaccionarios”. Hay que recordar al lector que la fórmula dio título a un polémico libro publicado en 2002 en Francia cuya virtud principal consistía en señalar con dedo acusador a pensadores, intelectuales y escritores moderadamente críticos con la ley del progreso universal que a todos nos guía e ilumina. La compañía que más agradece nuestro autor, al figurar por derecho propio en esta lista negra de neo-deplorables, es la de Philippe Murray, a quien ya consideraba por aquel entonces “como una máquina en la que se introducen hechos y de la que salen interpretaciones. Esas interpretaciones son guiadas por una teoría coherente, […]. Esta teoría, clásica a partir de ahora, debe formar parte, a mi modo de ver, del bagaje de todo hombre cultivado”. Sin embargo, como reconoce en otro texto anterior, no siempre estuvo de acuerdo con el profeta del Homo Festivus, modelo acabado del superhombre posmoderno. La presión creciente de los dogmas de la corrección política terminó por convertirle a las tesis de la máquina hermenéutica ingeniosamente diseñada por el malogrado profesor de literatura francesa en la Universidad de Stanford. “Lo ´políticamente correcto’ no ha dejado de progresar desde hace veinte años’. […] He conocido a Philippe Murray: en vida, estaba en desacuerdo con él y hoy me doy cuenta de que tenía razón en todo, de hecho. Es horrible lo que soportamos”. 

 

Terror a la felicidad colectiva

Sobre el conservadurismo de Houellebecq encontramos algunas otras pistas interesantes a lo largo de las páginas que recorren este conjunto heterogéneo de textos. En otra entrevista, por ejemplo, afirma: “Es verdad que no soy un revolucionario. El término mismo de ‘felicidad colectiva’ provoca en mí una especie de terror. La idea de que la sociedad quiera ocuparse de mi felicidad no me inspira simpatía”. “La civilización es lo que nos protege a los unos de los otros”. Se imagina uno aquí a Houellebecq aplaudiendo sin disimulo el apotegma de Gómez Dávila, quien -todo hay que decirlo- no hubiese tolerado en modo alguno ser “nuevo” siquiera en una nómina de reaccionarios, pero que a este respecto no dudó en proclamar: “Defender la civilización consiste, ante todo, en protegerla del entusiasmo del hombre”. 

 

El conservatismo, fuente de progreso es otro texto de título sospechoso publicado por nuestro autor en 2003, esta vez en el diario Le Figaro. Allí sustenta la idea que le da título al texto en el hecho de que también la pereza puede ser madre de la eficacia. “Lo que explica – en buena parte- que la actitud conservadora sea tan raramente comprendida”. Lo llamativo en este breve esbozo de conservadurismo houellebecquiano, inspirado por la máxima del viejo Goethe según la cual “más vale una injusticia que un desorden”, es que el resultado se aproxima a una especie de asepsia insípida, casi rajoyesca. Incluso se atreve a reivindicar al difunto senador francés Queuille, homo rajoyus avant la lettre, que sentenciaba: “No existe ningún problema político que no pueda resolverse por la inacción”.  “El conservador – concluye el artículo- no tendrá así ni héroes ni mártires; si no salva a nadie, no provocará, tampoco, ninguna víctima; no tendrá, en resumen, nada de particularmente heroico; pero será, es uno de sus encantos, un individuo muy poco peligroso”. No podemos decir que nos encontremos ante un conservadurismo llamado a despertar grandes entusiasmos y, sin duda, cumpliría con creces con el mandamiento civilizatorio gomezdaviliano. La descarada promoción de este quietismo consciente que escandalizaría a Richelieu (la force de gouverner dejó escrito el “hombre de rojo”) despierta también nuestras sospechas. En vez de un conservador, ¿no estará acaso nuestro autor bebiendo a escondidas las pantanosas aguas de la moderación? ¿No será, a fin de cuentas, sino un cínico equilibrista del consenso? En primer lugar, cabe objetar a este conservadurismo descreído, en recuerdo del célebre ensayo de Michael Oakeshott, que también los escépticos en política requieren de una cierta dosis de fe. La necesaria, al menos, para “bajar a defender”, como recordó hace bien poco Enrique García-Maiquez con genial metáfora balompédica (El reaccionario no baja a defender) digna de figurar con honores en la historia de las reyertas dialécticas, no siempre amistosas, entre conservadores y reaccionarios. 

 

 

Pero no, no hay razón para desesperar. Primero, porque la desesperación en política es una estupidez, como recordaba el padre del nacionalismo integral. El conservadurismo de Houellebecq, a primera vista ni mitad monje ni mitad soldado, no se define solo por su negatividad. Un poco más alegre, casi nostálgico (una actitud, como él mismo reconoce, poco acorde con su temperamento), se muestra por ejemplo al exponer una fórmula política con la que se autoinvita a rehabilitar al denostado Antiguo Régimen, modelo civilizatorio de poderes templados gracias a la inteligencia política que conoce los secretos del humano corazón: “En la monarquía, los Papas vigilan a los reyes, los reyes vigilan a la aristocracia, la aristocracia vigila a la burguesía, la burguesía vigila al pueblo y los prelados, que se dividen en prelados aristocráticos y prelados del pueblo; cada uno hace su trabajo: eso es una esfera armoniosa”. Hay que recordar que tanta retrógrada vigilancia no requería de la arquitectura carcelaria diseñada por el utilitarismo benthamita. Balzac decía que la armonía es la poesía del orden. Sin necesidad de recurrir al satánico instrumento del panóptico moderno, reyes, aristócratas, prelados y burgueses componían con el pueblo, en el sutil equilibrio de sus virtudes y pecados, una delicada sinfonía histórica. Aunque Houellebecq no se hace ilusiones con las posibilidades de renacimiento de dicha sinfonía nos confiesa también que “es una estructura en la que habría podido vivir”. El entrevistador lo celebra sin miramientos: “Aquí le tenemos, por fin, monárquico y católico”. Quizá más católico que monárquico pues, como tendremos ocasión de comprobar en la próxima entrega, además de un corazón escéptico en política palpita también, con el pulso de su literatura, un anhelo secreto de trascendencia que se abre paso en medio de las ruinas interiores del alma contemporánea. Esa que magistralmente desviste con su pluma impenitente sin ofrecer abrigo ni consuelo. 

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